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Un relato de Benito Zamboni Qué Conoces de Misiones, tu provincia.

    • History

Hoy, en este espacio referido a qué conocés de Misiones, tu provincia, vamos a hacer referencia a un hecho… tragicómico, ocurrido en 1921, entre Candelaria y Santa Ana, y el que lo cuenta es Benito Zamboni, un colono de origen italiano, radicado en esta última localidad y que dejara en Misiones varios destacados descendientes.

En un libro titulado “Escenas Familiares Campestres” que recopila los escritos que Benito Zamboni mandaba a “La Italia del Pópolo”, un diario de Buenos Aires, aparece este relato que nos habla de las cosas que sucedían en los caminos misioneros de entonces.

Nos cuenta Zamboni: “Una tardecita de bello plenilunio volvía de Posadas a Santa Ana. Alrededor de la medianoche llegué a Candelaria y aquí empiezan los bosques. El camino no es más que un sendero de zanjas, piedras y troncos. El caballo avanza a paso lento. Serían aproximadamente las dos de la mañana y cerca de un monte, a la orilla del camino, veo un carrito con las varas al aire y un hombre sentado en el suelo, con el torso apoyado en las tablas de la parte posterior del carro.

Como los carreros en los caminos solemos conversar, me aproximo y digo: “¡Buenas noches amigo! Nada. ¡Buenas noches! –repito- pero él continua roncando.

Me acerco y: -¡Caramba, que sueño duro tiene usted! Y con la punta del pie toco el suyo, pero inútilmente. Lo toco otra vez y veo que a cada golpe de mi zapato contra el pie el hombre responde con un movimiento de la cabeza. Me viene una sospecha atroz… ¡Pero no podía ser si roncaba! Enciendo un fósforo, y veo un ojo cerrado y el otro vítreo que me mira fijo. Tomo una mano, está helada y el brazo cae inerte. En suma: ¡no es más que un muerto! El hombre al parecer duerme. Trato de permanecer calmo y me pongo a escuchar, porque lo extraño y pavoroso es que yo oía roncar al muerto. Atento caigo en la cuenta de que quien ronca no es el muerto sino uno escondido bajo las tablas del carro.

Rápidamente levanto el carrito y veo debajo, al amparo del rocío, un ataúd, y adentro un vivo que duerme. Voy a despertarlo cuando una voz detrás de mí me hace el efecto de una cuchillada:

-¿Qué busca usted allí?

-Busco  -respondo- darme cuenta de lo que pasa aquí.

-No se asuste señor. El que está aquí en el cajón es mi hijo, que es algo enfermizo y mientras yo cavaba la fosa en el cementerio que está aquí cerca, para qué pudiera dormir, sacamos el muerto y lo apoyamos en el carro, entonces mi hijo se acomodó para dormir en el cajón.

El muerto es un tal Tour que vivía solo y mientras otro vecino avisaba a las autoridades yo me encargué de sepultarlo, pero me agarró la noche y quisimos echar un sueñito antes de ponerme a trabajar. Y luego extrajo del fondo del cajón donde el hijo seguía durmiendo una botella de caña que me ofrece.

Le doy las gracias y vuelvo al camino con mi sulki. Llegué a casa cuando amanecía.

Hoy, en este espacio referido a qué conocés de Misiones, tu provincia, vamos a hacer referencia a un hecho… tragicómico, ocurrido en 1921, entre Candelaria y Santa Ana, y el que lo cuenta es Benito Zamboni, un colono de origen italiano, radicado en esta última localidad y que dejara en Misiones varios destacados descendientes.

En un libro titulado “Escenas Familiares Campestres” que recopila los escritos que Benito Zamboni mandaba a “La Italia del Pópolo”, un diario de Buenos Aires, aparece este relato que nos habla de las cosas que sucedían en los caminos misioneros de entonces.

Nos cuenta Zamboni: “Una tardecita de bello plenilunio volvía de Posadas a Santa Ana. Alrededor de la medianoche llegué a Candelaria y aquí empiezan los bosques. El camino no es más que un sendero de zanjas, piedras y troncos. El caballo avanza a paso lento. Serían aproximadamente las dos de la mañana y cerca de un monte, a la orilla del camino, veo un carrito con las varas al aire y un hombre sentado en el suelo, con el torso apoyado en las tablas de la parte posterior del carro.

Como los carreros en los caminos solemos conversar, me aproximo y digo: “¡Buenas noches amigo! Nada. ¡Buenas noches! –repito- pero él continua roncando.

Me acerco y: -¡Caramba, que sueño duro tiene usted! Y con la punta del pie toco el suyo, pero inútilmente. Lo toco otra vez y veo que a cada golpe de mi zapato contra el pie el hombre responde con un movimiento de la cabeza. Me viene una sospecha atroz… ¡Pero no podía ser si roncaba! Enciendo un fósforo, y veo un ojo cerrado y el otro vítreo que me mira fijo. Tomo una mano, está helada y el brazo cae inerte. En suma: ¡no es más que un muerto! El hombre al parecer duerme. Trato de permanecer calmo y me pongo a escuchar, porque lo extraño y pavoroso es que yo oía roncar al muerto. Atento caigo en la cuenta de que quien ronca no es el muerto sino uno escondido bajo las tablas del carro.

Rápidamente levanto el carrito y veo debajo, al amparo del rocío, un ataúd, y adentro un vivo que duerme. Voy a despertarlo cuando una voz detrás de mí me hace el efecto de una cuchillada:

-¿Qué busca usted allí?

-Busco  -respondo- darme cuenta de lo que pasa aquí.

-No se asuste señor. El que está aquí en el cajón es mi hijo, que es algo enfermizo y mientras yo cavaba la fosa en el cementerio que está aquí cerca, para qué pudiera dormir, sacamos el muerto y lo apoyamos en el carro, entonces mi hijo se acomodó para dormir en el cajón.

El muerto es un tal Tour que vivía solo y mientras otro vecino avisaba a las autoridades yo me encargué de sepultarlo, pero me agarró la noche y quisimos echar un sueñito antes de ponerme a trabajar. Y luego extrajo del fondo del cajón donde el hijo seguía durmiendo una botella de caña que me ofrece.

Le doy las gracias y vuelvo al camino con mi sulki. Llegué a casa cuando amanecía.

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