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El planeta de los simios - Pierre Boulle Lectura en breve

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“—Ilustre presidente, nobles gorilas, sabios orangutanes, sutiles chimpancés. Venerables simios. Permitan que un hombre se dirija a ustedes.
»Sé que mi aspecto es grotesco, mi forma repulsiva, mi perfil bestial, mi olor infecto, el color de mi piel repugnante. Sé que la visión de este cuerpo ridículo es una ofensa para ustedes, pero también sé que me dirijo a los simios más sabios y prudentes, a aquellos cuya mente es capaz de elevarse por encima de las impresiones sensibles y de percibir la esencia sutil del ser más allá de una deplorable envoltura material…
La pomposa humildad de este principio me la habían impuesto Zira y Cornelius, pues sabían que era la adecuada para conmover a los orangutanes.
Proseguí en medio de un profundo silencio.
—Entiéndanme, venerables simios, pues no hablo mecánicamente o como un loro, se lo puedo asegurar. Pienso, y hablo, y comprendo también lo que ustedes dicen y lo que yo mismo enuncio. Más tarde, si sus señorías se dignan interrogarme, será un placer responder lo mejor que pueda a sus preguntas.
»Previamente, quiero revelarles una verdad asombrosa: no sólo soy una criatura pensante, no sólo un alma habita paradójicamente mi cuerpo humano, sino que además vengo de un lejano planeta, de la tierra, de una tierra donde, por una fantasía todavía inexplicable de la naturaleza, son los hombres quienes detentan la sabiduría y la razón. Pido permiso para precisar el lugar de mi origen, ciertamente no para los ilustres doctores que veo a mi alrededor, sino para algunos de mis oyentes, los cuales tal vez no estén familiarizados con los diversos sistemas estelares.
Me acerqué a una pizarra negra y, sirviéndome de algunos esquemas, describí lo mejor que puede el sistema solar fijando su posición en la galaxia. Mi exposición se siguió escuchando en un silencio religioso. Pero cuando, una vez terminados los esquemas, me froté varias veces las manos para quitarme el polvo de la tiza, aquel simple movimiento suscitó un ruidoso entusiasmo en la multitud de las gradas altas. Proseguí, cara al público:
—Por lo tanto, en esta tierra, el entendimiento se encarnó en la raza humana. Esto es así y yo no puedo modificarlo. Mientras que los simios —y esto me perturba desde que descubrí su mundo—, mientras que los simios, digo, permanecían en estado salvaje, los hombres fueron evolucionando. El cerebro se desarrolló y organizó en el cráneo de los hombres. Fueron los hombres quienes inventaron el lenguaje, los que descubrieron el fuego y utilizaron herramientas. Fueron ellos quienes acondicionaron mi planeta y transformaron su faz y fueron ellos, por último, quienes establecieron una civilización tan refinada que, en muchos aspectos, venerable simios, recuerda a la suya.”

“—Ilustre presidente, nobles gorilas, sabios orangutanes, sutiles chimpancés. Venerables simios. Permitan que un hombre se dirija a ustedes.
»Sé que mi aspecto es grotesco, mi forma repulsiva, mi perfil bestial, mi olor infecto, el color de mi piel repugnante. Sé que la visión de este cuerpo ridículo es una ofensa para ustedes, pero también sé que me dirijo a los simios más sabios y prudentes, a aquellos cuya mente es capaz de elevarse por encima de las impresiones sensibles y de percibir la esencia sutil del ser más allá de una deplorable envoltura material…
La pomposa humildad de este principio me la habían impuesto Zira y Cornelius, pues sabían que era la adecuada para conmover a los orangutanes.
Proseguí en medio de un profundo silencio.
—Entiéndanme, venerables simios, pues no hablo mecánicamente o como un loro, se lo puedo asegurar. Pienso, y hablo, y comprendo también lo que ustedes dicen y lo que yo mismo enuncio. Más tarde, si sus señorías se dignan interrogarme, será un placer responder lo mejor que pueda a sus preguntas.
»Previamente, quiero revelarles una verdad asombrosa: no sólo soy una criatura pensante, no sólo un alma habita paradójicamente mi cuerpo humano, sino que además vengo de un lejano planeta, de la tierra, de una tierra donde, por una fantasía todavía inexplicable de la naturaleza, son los hombres quienes detentan la sabiduría y la razón. Pido permiso para precisar el lugar de mi origen, ciertamente no para los ilustres doctores que veo a mi alrededor, sino para algunos de mis oyentes, los cuales tal vez no estén familiarizados con los diversos sistemas estelares.
Me acerqué a una pizarra negra y, sirviéndome de algunos esquemas, describí lo mejor que puede el sistema solar fijando su posición en la galaxia. Mi exposición se siguió escuchando en un silencio religioso. Pero cuando, una vez terminados los esquemas, me froté varias veces las manos para quitarme el polvo de la tiza, aquel simple movimiento suscitó un ruidoso entusiasmo en la multitud de las gradas altas. Proseguí, cara al público:
—Por lo tanto, en esta tierra, el entendimiento se encarnó en la raza humana. Esto es así y yo no puedo modificarlo. Mientras que los simios —y esto me perturba desde que descubrí su mundo—, mientras que los simios, digo, permanecían en estado salvaje, los hombres fueron evolucionando. El cerebro se desarrolló y organizó en el cráneo de los hombres. Fueron los hombres quienes inventaron el lenguaje, los que descubrieron el fuego y utilizaron herramientas. Fueron ellos quienes acondicionaron mi planeta y transformaron su faz y fueron ellos, por último, quienes establecieron una civilización tan refinada que, en muchos aspectos, venerable simios, recuerda a la suya.”

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