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La historia como no te la contaron en la escuela. Presentado y dirigido por Fernando Díaz Villanueva.

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    La conquista normanda de Inglaterra

    La conquista normanda de Inglaterra

    En la mayor parte de Europa el año 1066 pasó completamente desapercibido, pero no en Gran Bretaña. Para los británicos 1066 es un año fundamental en su historia, comparable en buena medida al año 711 para españoles y portugueses o el año 800 para franceses y alemanes. En el primero los musulmanes invadieron la península ibérica dando lugar unos años más tarde a la Reconquista. En el segundo, el día de Navidad de ese año, Carlomagno, rey de los francos, fue coronado por el Papa León III. De aquel imperio surgiría con el correr del tiempo lo que hoy conocemos como Francia y Alemania.

    Pues bien, en 1066 un duque de Normandía de nombre Guillermo reclamó el trono de Inglaterra, que en aquel entonces estaba en manos de un rey sajón llamado Haroldo II. Cruzó el canal de la Mancha y derrotó a las tropas de Haroldo en la batalla de Hastings. No era la primera invasión de Gran Bretaña, pero sería la última, al menos la última con éxito porque tanto franceses como alemanes y españoles se lo propusieron tiempo después, pero, o fracasaron en el intento, o no pudieron consolidar la invasión.

    Con Guillermo ya en el trono, Inglaterra pasó por entero a manos de sus barones, que crearon una nueva aristocracia, se repartieron la tierra y dejaron ese reparto por escrito en el denominado Domesday Book o Libro del Día del Juicio Final. Lo llamaron así porque lo que allí se reflejaba sería inalterable como las páginas del mismísimo Libro del día Juicio Final tras la segunda venida de Jesucristo y la resurrección de la carne. Pero la influencia de estos reyes normandos sería mucho más duradera que un simple libro en el que se registraba con sumo cuidado a los propietarios de la tierra. También sería mucho más profunda.

    Guillermo consiguió afianzar su conquista y poner el reino de los sajones a su antojo. Había logrado algo que en el continente se le resistía: ser rey, un título muy escaso y difícil de conseguir porque el Papa se reservaba su adjudicación y lo concedía con cuentagotas. En Francia no era más que un duque enfeudado al rey y con eso habría de conformarse. Esa es la razón por la que se aferró a su reino insular y se lo transmitió a su hijo Guillermo II, que tuvo un reinado algo más corto y murió en un accidente de caza, aunque seguramente se trató de un asesinato. La muerte de Guillermo II antes de tiempo amenazó la pervivencia de la Inglaterra normanda, pero su heredero, su hermano Enrique I, se encargó de hacerla definitiva e irrevocable.

    Con Enrique I el dominio normando se terminó de consolidar extendiendo sus dominios a ambas orillas del canal de la Mancha. Tras 35 años de reinado, un periodo muy prolongado para tratarse de un monarca del siglo XII, su hijo Guillermo estaba llamado a continuar su obra, pero murió en un naufragio. Esto dejó como única heredera a su hija Matilda, a quien había casado con Godofredo Plantagenet, conde de Anjou. Su sobrino Esteban no reconoció la herencia y se desató una feroz guerra civil que ha pasado a la historia como los años de la Anarquía. Matilda y Godofredo consiguieron imponerse transmitiendo a su hijo Enrique un reino refortalecido que engrandeció tras su matrimonio con Leonor de Aquitania. En menos de un siglo los normandos habían construido un pequeño imperio, el imperio angevino, que iba desde las tierras altas de Escocia hasta los Pirineos. Este reino jugaría un importantísimo papel en la edad media de toda la Europa occidental.

    En El ContraSello:
    - La enseñanza de historia en Argentina
    - Las guerras de los Boer

    Este episodio cuenta con la colaboración de BP - https://mibp.es

    Bibliografía:
    - "The Norman Conquest" de Marc Morris - https://amzn.to/4bH77po
    - "1066: A New History of the Norman Conquest" de Peter Rex - https://amzn.to/4bLSH7k
    - "The Norman Conquest" de Teresa Cole - https://amzn.to/4bxetMm
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    Los reinos perdidos de Borgoña

    Los reinos perdidos de Borgoña

    Pocos términos son tan polisémicos como Borgoña, una región histórica ubicada a caballo entre lo que hoy es Francia, Alemania y Suiza. Borgoña es también una denominación de origen vinícola muy cotizada. El borgoña es un color inspirado en ese mismo vino. Un Borgoña es un cóctel muy popular en Chile hecho con vino, fruta y azúcar. La cruz de Borgoña es una representación heráldica y vexilológica de la cruz en la que el apóstol San Andrés fue martirizado. Los archeros de Borgoña fueron una unidad militar de la que se sirvieron los Habsburgo españoles durante dos siglos. Además de todo eso, Borgoña fueron una serie de unidades políticas con fronteras muy móviles dependientes del Sacro Imperio Romano Germánico y del reino de Francia. Estas unidades políticas, un reino, un ducado y un condado, fueron apareciendo, transformándose y desapareciendo en un periodo muy largo de tiempo que fue de las invasiones bárbaras hasta la época de Luis XIV. Por último, Borgoña fue una región administrativa de Francia con capital en Dijon que desapareció hace unos años para fusionarse con el Franco Condado que, en el pasado, también había sido denominado Borgoña.

    Si definir lo que fue Borgoña desde el punto de vista geográfico es difícil, no lo es menos desde el punto de vista político. Si nos atenemos a su nombre el origen hay que ir a buscarlo al siglo V de nuestra era, cuando un pueblo proveniente de Escandinavia, los burgundios, se asentó en el rico y muy romanizado valle del Ródano. Ese primer reino no duró mucho porque el imperio romano reaccionó y consiguió eliminarlo, pero reaparecería poco después para volver a desaparecer un siglo más tarde. El nombre se mantuvo, pero incorporado primero al imperio merovingio y luego al carolingio.

    Con la implosión de este último resurgió Borgoña o Burgundia como realidad política. Hubo en la alta edad media dos reinos burgundios, el cisjurano y el transjurano que se unieron para formar el reino burgundio de Arlés. Pero esos principados medievales tenían vidas muy cortas y aparecían casi a la misma velocidad que desaparecían. La Burgundia, ya conocida como Borgoña, se fue troceando en distintos ducados y condados. Unos cayeron en la órbita del Sacro Imperio, otros en la del reino de Francia, pero siempre manteniendo la independencia de facto. Ya en el siglo XIV el ducado y el condado se unieron dando lugar al ducado de Borgoña que, gracias a un afortunado matrimonio, incorporaría los Países Bajos, una serie de territorios muy ricos en la costa del mar del Norte y el canal de la Mancha.

    Durante cerca de dos siglos los duques de Borgoña se convirtieron en figuras importantísimas para la política europea. No eran reyes, pero se comportaban como tales. Borgoñón pasó a ser sinónimo de lujo y distinción. Los duques financiaron artistas e intelectuales que protagonizaron lo que algunos especialistas han dado en llamar renacimiento borgoñón. Fue en esa época cuando el ducado de Borgoña pasó a los reyes de España. La última gran duquesa, María la rica, se casó con Maximiliano de Habsburgo. Su hijo Felipe lo haría con Juana, hija de los Reyes Católicos. El nieto de María, Carlos de Habsburgo, heredó toda Borgoña, amén de los reinos de sus abuelos hispanos y la corona imperial, la mayor cartera de títulos que jamás haya recibido un monarca europeo.

    Con los Habsburgo españoles, centrados desde el principio en sus dominios españoles, americanos y flamencos, Borgoña fue menguando hasta desaparecer a finales del siglo XVII cuando Carlos II entregó el Franco Condado, el último reducto de la antigua Borgoña, a Luis XIV de Francia. Borgoña fue asimilada poco a poco al reino de Francia. El idioma de sus gentes, el arpitano, se fue dejando de hablar y el nombre empezó a asociarse al vino y no a sucesivas realidades políticas que habían existido durante milenio y medio. Los reinos de Borgoña desparecieron hace mucho tiem

    Arte, artistas y mecenazgo

    Arte, artistas y mecenazgo

    Hoy nadie se cuestionaría, por ejemplo, que a un músico hay que pagarle por su trabajo. Taylor Swift, Ed Sheeran o Rosalía congregan en sus conciertos a cientos de miles de personas que previamente han pagado una entrada seguramente muy cara. Esto es aplicable a intérpretes menos exitosos e incluso a los músicos que tocan en la calle, en el metro o en un parque. Muchos viandantes les dejan monedas o adquieren allí mismo una grabación suya. Esto no es cosa de ahora. Vivir de la música es algo que hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Está documentado que ya en la corte de Carlomagno había músicos profesionales y seguramente los hubo antes.

    No deberíamos sorprendernos por ello. La música, no sólo es un arte, es un mercado y se comporta como tal. Hoy los fans de Rosalía pagan por disfrutar de sus canciones y, a veces, para señalizarse socialmente. Hace un milenio reyes y señores principales se encargaban de mantener a músicos para que cantasen a Dios algo fundamental en la liturgia cristiana si se quería salvar el alma. Esta tendencia se mantuvo en los siglos siguientes. En el Renacimiento y el Barroco los monarcas europeos competían entre ellos para hacerse con los servicios de los mejores compositores e intérpretes. Con la revolución industrial y la emergencia de la burguesía las obras musicales fueron más demandadas que nunca. Los ricos organizaban recitales privados en sus palacetes, y se levantaron por las principales capitales europeas grandes teatros de la ópera a cuyos estrenos acudían miles de personas pagando por ello sumas elevadas de dinero.

    Todo esto no es un secreto para nadie. En el mundo contemporáneo tenemos asumido que la música tiene un precio y estamos encantados de satisfacerlo. Entonces ¿en qué momento decidimos que otras bellas artes estaban fuera de las leyes del mercado y no hay que pagar por ellas? Esto es especialmente aplicable a museos, exposiciones y monumentos que muchos exigen que sean de libre entrada porque se trata de cultura y, por lo tanto, tiene que ser accesible a todos.

    El arte, en definitiva, necesita mecenazgo. El término proviene de un patricio romano llamado Cayo Mecenas, un consejero muy cercano a Octavio Augusto que ha pasado a la historia por financiar, aparentemente de forma desinteresada, a poetas y escritores como Horacio y Virgilio. ¿Realmente Mecenas lo hacía de forma desinteresada? Obviamente no. Ni Cayo Mecenas, ni los príncipes renacentistas, ni los monarcas dieciochescos, ni los millonarios de nuestro tiempo financian el arte de forma desinteresada. Cada uno lo hace por una razón distinta, pero no es por amor a la belleza o a la humanidad. Unos buscan prestigio, otros borrar el cuestionable pasado de su familia, otros persuadir al pueblo de que son grandes personas.

    El arte, como decía, es un mercado al que concurren ofertantes y demandantes. Entre ambos media un precio que acuerdan las dos partes. Esa es la razón por la que se siguen produciendo obras de arte. Hoy, de hecho, hay más arte que nunca por somos muchos los que concurrimos a ese mercado. En nuestro mundo todos, prácticamente sin excepción, somos mecenas. Entendemos que las obras artísticas son productos y pagamos, a menudo con gran entusiasmo, por disfrutar de ellas.

    Hoy en La ContraHistoria vamos a hablar Alberto Garín y yo de esto mismo. Vamos a echar un vistazo poco convencional sobre la historia de arte en un programa que estamos haciendo en directo y con público gracias a la invitación de la Value School de Madrid. Espero que tanto a los presentes en la sala como los que estáis escuchando a través de los medios habituales disfrutéis de él.

    Bibliografía:
    - "Historia irreverente del arte" de Alberto Garín - https://amzn.to/3wwL31N
    - "Las vidas" de Giorgio Vasari - https://amzn.to/4bqHeK8
    - "Arte. Toda la historia" de Stephen Farthing - https://amzn.to/4b8pGCR
    - "La historia del arte" de E.H. Gombrich - https://amzn.to/44wz2WN

    Lo que Estados Unidos debe a España

    Lo que Estados Unidos debe a España

    Hace poco más de un mes rememorábamos aquí, en La ContraHistoria junto a Carlos Pérez Simancas, cómo una serie de exploradores españoles habían recorrido buena parte de lo que hoy es Estados Unidos cartografiando sus costas, desde California hasta Florida pasando por el golfo de México y la fachada atlántica. Estos pioneros de los siglos XVI y XVII fueron incluso más lejos. Vimos como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, un náufrago de la expedición de Pánfilo de Narváez, recorrió todo el sur de Estados Unidos desde la costa del Atlántico hasta Arizona, y cómo Francisco Vázquez de Coronado recorrió los actuales Estados de Texas, Oklahoma y Kansas. También repasamos el viaje crepuscular de Hernando de Soto, que atravesó los Estados del sur cruzando los Apalaches para morir después en la orilla del río Misisipí.

    Todo ello fue la base de una de una presencia estable en ciertos lugares como lo que hoy es Nuevo México, donde Juan de Oñate fundó en 1610 la ciudad de Santa Fe, lugar en el que terminaba el Camino Real de Tierra adentro que partía de Ciudad de México. Pero los españoles no renunciaban a encontrar el ansiado paso del noroeste por el que poder acceder al Pacífico desde el Atlántico, sin necesidad de descender hasta casi el polo sur o hacerlo con mulas por el istmo de Panamá. El paso del noroeste nunca se encontró o, mejor dicho, terminaron dando con él mucho tiempo después, pero estaba helado e intransitable.

    Eso no fue obstáculo para que Carlos III ordenase colonizar California a mediados del siglo XVIII. Las costas ya se conocían a fondo, pero el interior era un misterio. En 1769 un catalán llamado Gaspar de Portolá capitaneó una expedición que recorrió California de sur a norte fundando misiones y pueblos. Los primeros en nacer serían San Diego y Monterrey. Junto a él iba un franciscano mallorquín, Fray Junípero Serra, que fundiría su nombre con el de California. Gracias a Serra verían la luz más de veinte misiones sobre las que surgirían ciudades como San Francisco, San José, Santa Bárbara o Los Ángeles.

    Esta última fue fundada en 1781 y su nombre original fue El Pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles. En aquel momento, en la costa atlántica de Norteamérica se estaba librando una guerra entre los colonos ingleses y la metrópoli. Esta guerra, de la que unos años más tarde nacerían los Estados Unidos de América, tuvo una acusada impronta española. En 1779 Carlos III declaró la guerra a Jorge III de Inglaterra. Más que amor por los independentistas americanos, a Carlos III le movía la rivalidad con los ingleses, que se habían impuesto dos décadas antes en la guerra de los siete años. La decisión fue de una importancia capital y posibilitó que George Washington y sus patriotas se alzasen con la victoria mucho antes de lo que pensaban.

    El rey suministró armas y financiación a Washington. Ordenó también a Martín de Mayorga, a la sazón virrey de Nueva España, y a Bernardo de Gálvez, gobernador de Luisiana, que apoyasen con tropas a los rebeldes desde la cercana isla de Cuba, que se transformó en base de avituallamiento para los independentistas. Los españoles aseguraron el golfo de México expulsando a los ingleses de los fuertes de Pensacola y Mobila. Esta maniobra fue de crucial importancia para la victoria y le valió a Gálvez ser nombrado ciudadano honorífico de los Estados Unidos, por eso su retrato se expone en el Senado junto al de Washington y el de Thomas Jefferson.

    No es aventurado decir que, en buena medida, Estados Unidos existe gracias a que Carlos III decidió apoyar a sus padres fundadores. Medio siglo más tarde sus herederos adquirieron a su nieto, Fernando VII, lo que hoy es el Estado de Florida. El resto lo haría la guerra entre Estados Unidos y México de mediado el siglo XIX. Tras ella se integraría el norte de lo que había sido el virreinato de Nueva España, varios Estados, entre ellos Texas y California, en los

    Los últimos días del Imperio Otomano

    Los últimos días del Imperio Otomano

    En 1914 el Imperio Otomano se encontraba en la fase final de su prolongada decadencia, pero seguía siendo una potencia digna de tener en cuenta en tanto que ocupaba una gran extensión geográfica de 2,5 millones de kilómetros cuadrados y tenía unos 25 millones de habitantes. En la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX había perdido prácticamente todos sus territorios europeos, pero aún controlaba los estrechos del Bósforo y los Dardanelos y se extendía por todo Oriente Próximo y parte de Oriente Medio. Los actuales Turquía, Siria, Líbano, Israel, Jordania, Irak y parte de Arabia Saudita y Yemen integraban el imperio. Era económicamente débil y padecía una gran agitación política tras la revolución de los jóvenes turcos de 1908. Las potencias occidentales no esperaban gran cosa de los otomanos más allá de perseverar en su lento pero imparable ocaso, aun así, era un aliado interesante en tanto que controlaba el acceso al mar Negro y la encrucijada del levante mediterráneo.

    Con el estallido de la guerra en agosto de aquel año el Gobierno otomano se mantuvo al principio a la expectativa, pero pronto tomó partido. Escogió el bando de las potencias centrales acaudillado por la Alemania imperial. A finales de octubre atacó junto a los alemanes el puerto de Odesa, en la costa ucraniana del mar Negro ocasionando que el imperio británico y Francia le declarasen la guerra. Los otomanos poco podían decidir en el frente occidental, pero sí que podían hacer daño al comercio británico en el Mediterráneo oriental y presionar a Rusia desde el sur. Unos meses más tarde los británicos concibieron un plan para sacarles de la guerra desembarcando tropas en los Dardanelos para que ocupasen Constantinopla. Ese plan salió mal, pero no otros que se habían trazado en Londres para neutralizar al imperio otomano. En 1916 estalló la revuelta árabe instigada por los británicos que llegaron a un acuerdo secreto con los franceses para repartirse los restos del imperio.

    En ese acuerdo, conocido como tratado Sykes-Picot, se preveía el reparto de los restos del imperio en medio oriente dejando para el tratado posterior al final de la guerra el destino de Anatolia. Ese tratado se negoció en Sèvres y fue ratificado por los delegados del sultán en agosto de 1920. Sèvres no marcaba el fin del imperio otomano, pero si su renuncia a todo territorio que no estuviese poblado por comunidades de etnia turca. Todo lo demás quedaría bajo administración de las potencias vencedoras o se conformarían nuevos Estados. Siria y el Líbano pasarían a control francés, Mesopotamia, Jordania y Palestina al del Reino Unido. En la península arábiga surgieron dos reinos que darían lugar años más tarde a Arabia Saudita. La actual Turquía quedaba dividida entre Francia, el Reino Unido, Grecia e Italia con un imperio otomano muy reducido en el centro de la península de Anatolia.

    Pero el tratado nunca llegó a entrar en vigor. Los nacionalistas turcos capitaneados por Mustafá Kemal se rebelaron contra sus disposiciones y declararon la guerra a los aliados y al Gobierno del sultán. Esa guerra duró más de cuatro años y dio lugar a la República de Turquía que consiguió establecerse sobre la península. En 1923 se firmó la paz en Lausana y quedó abolido el sultanato, ultimo resto de un imperio que había durado más de 600 años y que en su momento álgido a mediados del siglo XVII se extendía por tres continentes desde el Danubio a las costas del océano Índico.

    En El ContraSello:
    01:05:03- Los enigmas de Colón y los misterios en la historia
    01:11:41 - Grandes hombres de Roma y Bizancio

    Bibliografía:
    - "Los últimos días del Imperio otomano" de Ryan Gingeras - https://amzn.to/4bbYG5i
    - "Breve historia del Imperio otomano" de Eladio Romero García - https://amzn.to/4d7L2lr
    - "La caída de los otomanos" de Eugene Rogan - https://amzn.to/4bbSCJI

    · Canal de Telegram: https://t.me/lacontracro

    El siglo de oro sevillano

    El siglo de oro sevillano

    A finales del siglo XV Sevilla era la ciudad más grande de la corona de Castilla. Había sido reconquistada dos siglos antes por Fernando III y, aunque en el periodo andalusí había brillado con luz propia, no fue hasta que se convirtió en cabeza del reino homónimo cuando se transformó en una activa metrópolis comercial. No es casual que durante la baja edad media sus muros alojasen a la Corte de forma recurrente, o que algunos de los principales monarcas de Castilla como el propio Fernando III, su hijo Alfonso X o Pedro I escogiesen su catedral como lugar para su descanso eterno.

    Sevilla ofrecía varias ventajas que ninguna otra ciudad de la península tenía: contaba con un magnífico puerto fluvial en el Guadalquivir protegido de asaltos desde el mar, estaba rodeada de una vega muy fértil y era como un imán para los castellanos del norte, que habían ido repoblando la ciudad y su entorno desde los repartimientos posteriores a la reconquista. Tenía, en resumidas cuentas, la posición geográfica ideal a caballo entre el Atlántico y el Mediterráneo, abundante y variada población y una indiscutible vocación comercial.

    Pero esa Sevilla próspera y dinámica de tiempos de los Reyes Católicos sería tan sólo un preludio de lo que estaba por venir. El descubrimiento de América abrió para la ciudad un mercado inmenso, el del Nuevo Mundo, que terminaría por convertir Sevilla en un emporio comercial de primer orden, una ciudad en la que el resto de los puertos europeos se miraban y querían imitar. En ello tuvo mucho que ver el hecho de que, en 1503, Isabel la Católica decidiese ubicar en Sevilla la Casa de Contratación para que sirviese como punto imprescindible de paso a todo aquel mercader que quisiese comerciar con las Indias. La Casa de Contratación se levantó junto al Real Alcázar y a no mucha distancia, ya durante el reinado de Felipe II, se construyó la Lonja de Mercaderes, hoy sede del Archivo General de Indias.

    La presencia en la ciudad de la Casa de Contratación dio a Sevilla el privilegio de ser la única ciudad de toda la monarquía que podía comerciar con los virreinatos americanos, durante los primeros años de pequeño tamaño y limitada importancia, pero que fueron creciendo con el tiempo hasta convertirse en la principal fuente de riqueza de la Corona española. Todo lo que entraba en España desde las Indias, al menos lo que entraba legalmente, lo hacía por Sevilla. Eso enriqueció aún más a la ciudad. Entre los siglos XVI y XVII pocos lugares del mundo eran tan atractivos como Sevilla. Hasta ella acudían gentes de todos los reinos de España y más allá: comerciantes italianos, alemanes, flamencos y británicos se establecieron en la ciudad con intención de participar de un comercio tan lucrativo. Todos dejaron algo y, en el camino, pusieron a Sevilla a la cabeza del mundo.

    Eso se tradujo en una edad de oro para las artes y las ciencias no muy distinta a la que Florencia había vivido con los Medici. De aquella Sevilla nos han llegado fastuosos edificios como la catedral, concluida a principios del siglo XVI, el Hospital de las Cinco Llagas, la Real Audiencia de Grados, la iglesia del Salvador y un ramillete de palacios entre los que destacan la Casa de Pilatos y el de San Telmo, que nació como universidad de mareantes, una institución en la que se formaban los marinos que hacían la carrera de Indias. En Sevilla trabajaron los mejores cartógrafos de su época y surgió una escuela pictórica que dio genios de la talla de Zurbarán o Murillo.

    Todo aquel esplendor que se prolongó durante siglo y medio se debió al comercio y a la apertura al mundo. Pues bien, Alberto Garín y yo nos hemos desplazado hasta Sevilla invitados por Ibercaja Banca Privada para recordar ese periodo y hablar detenidamente sobre él en esta ContraHistoria que será sevillana por los cuatro costados.

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