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Poesía a domicilio Yéiber Román
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- Kunst
Lectura de poemas de autores de todo el mundo.
(2020)
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20. «Ellos insisten en que estás vivo...», de Sara Uribe
Ellos insisten en que estás vivo porque los enceguece
el miedo. Ellos repiten y repiten que vas aparecer
cualquier día de éstos pero cuando callan los rasga
el miedo. Ellos se atreven a argumentar que lo más
probable es que te hayas ido con otra mujer pero los
desmiente su propio miedo. Reprueban que busque
tu cadáver y es miedo. Ellos no quieren fotografías
ni que sus nombres se publiquen y yo los entiendo
porque tienen miedo.
Y yo no los entiendo porque necesito saber dónde
estás.
Ellos dicen que sin cuerpo no hay delito. Yo les digo
que sin cuerpo no hay remanso, no hay paz posible
para este corazón.
Para ninguno. -
19. «Utilidad del luto», de Andrea Crespo
Qué útil será el luto cuando se vuelva perenne
La Vida Bohème
cuando nos ahorremos separar las prendas
la angustia de la úlcera
el permiso para adentrarnos en el silencio
cuando nos decidamos por un renacuajo
que se parezca a nosotros
(pero sin haber perdido nada todavía)
cuando admitamos la morbosidad de vernos huérfanos
cómo se escuchará ese lamento de MADRE
quizás tenga hipos de memoria
o se le olvide hablar
qué fecundos los niños soldados
no pueden decir turpial ni bandera de piojos ni qué de pinga
estas violencias
en las que no sabemos reconocernos
mientras crece el cementerio del este
yo escucho el rumor de los hombres
cuando le tuercen el cuello al cisne
cuando ya es muy tarde y dicen
dame una muerte que pueda izar en el aire -
18. «Los daños colaterales», de Harry Almela
Buenas tardes.
Buenas tardes,
señoras y señores pasajeros.
Sé que esto es molesto y aburrido,
e incluso sabemos
que en el Metro
estas cosas no se permiten.
Pero son escasas
mis alternativas.
No soy un delincuente
aunque mis harapos confiesen
lo contrario.
He venido desde mi pago
hasta esta ciudad de hachas
y cuchillos en el aire,
a entregarles lo único
que ya puedo ofrecer.
Soy sobreviviente
de la última guerra
y aún conservo en mi cuerpo
los fragmentos de misiles
que me abatieron desde el cielo.
Por respeto a sus incendios cotidianos
no les haré mirar mi tierna herida
en el costado.
Quiero ofrecerles
un mendrugo
de lo que aún poseo.
Soy su guardián
mientras pasa esta tormenta.
En cada uno de estos legajos
encontrarán unas palabras.
Son unos breves poemas
que ustedes leerán
sin costo alguno.
Los he escrito con la emoción
de que ya nada podrá protegernos.
Sólo espero
una limosna
desde su corazón.
Desde su corazón, repito.
No aspiro a ninguna
recompensa material.
Si no los leen, en verdad
no importa.
Este es mi trabajo,
mi blanca cosecha de maíz,
mi hambre y mi alimento.
Me ha sido dado
recoger estas botellas en el mar
y lanzarlas de nuevo
para que encuentren otra playa.
Llevo la cruz de mis heridas
hasta donde me alcance una dignidad
que no aspira a recompensas.
En la próxima estación
me bajaré
y terminará esta molestia.
Cambiaré de vagón
y así el resto del día.
Gracias a todos por sus atenciones,
y hasta luego. -
17. «A las órdenes del viento», de Raquel Lanseros
Para todos los que sienten que no están al mando
Me habría gustado ser discípula de Ícaro.
Hubiera sido hermoso festejar
las bodas de Calixto y Melibea.
Me habría gustado ser
un hitita ante la reina Nefertari
el joven Werther en Río de Janeiro
la deslumbrante dama sevillana
por la que Don José rechazó a Carmen.
Yo quisiera haber sido el huerto del poeta
con su verde árbol y su pozo blanco
el inspector fiscal
con el que conversara Maiakovski.
Me habría gustado amarte. Te lo juro.
Sólo que muchas veces la voluntad no basta. -
16. «Los rotos (con Anne Sexton)», de Ben Clark
Todas las divisiones son mentira
salvo la que divide los cuerpos en dos
grupos incomprensibles entre sí.
Aquellos que se han roto y los que no.
Los rotos no pedimos demasiado:
que se nos quiera, sí,
que los que no han vivido la fractura
tengan paciencia
si mascullamos viendo las noticias
o hacemos el amor
con un poco de miedo.
Entenderás, entonces, ciertas cosas.
Por qué en casa las tazas no se tiran
y por qué a veces quiero
estar solo después de que suene un portazo.
Los ritos de los rotos, amor mío.
Ademanes que espero que no comprendas nunca. -
15. «Anatema», de Raymond Carver
La familia entera sufría.
Mi mujer, yo mismo, los dos niños, y la perra
cuyos cachorros nacieron muertos.
Nuestros asuntos, como siempre, iban mal.
A mi mujer la dejó su amante,
el profesor de música manco que era
su único contacto con el mundo exterior.
Mi propia novia dijo que no podía aguantar
más, y volvió con su marido.
El agua estaba cortada.
Todo aquel verano la casa se cocía.
Los ciruelos se habían secado.
Nuestro arriate de flores estaba pisoteado.
Al coche se le estropearon los frenos, y la batería
fallaba. Los vecinos dejaron de hablarnos
y nos cerraron la puerta en las narices.
Los de las tiendas nos devolvían los cheques
y luego dejaron de traernos el correo.
Sólo el sheriff pasaba
de vez en cuando- con uno u otro
de nuestros hijos en el asiento de atrás,
rogando que no los dejásemos solos.
Y luego a la casa entraron ratones a miles.
Seguidos por una serpiente cornuda. Mi mujer
se la encontró tomando el sol en el cuarto de estar
junto al televisor estropeado. Lo que hizo con ella
es otra cuestión. Le cortó la cabeza
allí mismo en el suelo.
Y luego la cortó en dos cuando siguió
retorciéndose. Vimos que no podríamos resistir
más. Estábamos hundidos.
Queríamos ponernos de rodillas
y decir perdónanos nuestros pecados, perdónanos
la vida. Pero era demasiado tarde.
Demasiado tarde. Nadie querría escuchar.
Tuvimos que ver cómo se venía abajo la casa,
el suelo se abría en dos, y luego
nos dispersamos en las cuatro direcciones.