Cacharro Pódcast Luis Henríquez

Cuando Juliana viajó a Alemania de intercambio, no se imaginó que aprendería más sobre sí misma y su relación con su mamá estando a miles de kilómetros de distancia de ella.

Se suben a un avión un costeño, un español y doscientos argentinos. El costeño arma el fiestón, el español se lo roba y los argentinos se quejan por todo y se creen los dueños del avión.

Parece un chiste, pero no lo es. Este cacharro, más allá de los estereotipos y lugares comunes, es una de esas historias latinoamericanas que, como las Crónicas de Indias o las novelas del “Boom”, tiene su buena parte de verdad pero también mucho de ficción.

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Este es Sebastián Mendoza y, como él mismo dice, es un tipo suertudo. Hace unos años, Sebastián decidió dejar todo lo que tenía y aventurarse a explorar el mundo. Y todo comenzó, precisamente, porque se cansó de la “buena suerte” que le había tocado. Este cacharro es la historia arquetípica del viajero que deja su tierra persiguiendo un amuleto, un tesoro o una señal que le cambie la vida, sin darse cuenta de que lo que tanto busca siempre estuvo con él desde el principio.

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Cuando uno sale del Colombia se lleva sus miedos en la maleta y poco a poco se va acostumbrando a la realidad del lugar donde vive. Puede que con el tiempo se sienta más seguro o, simplemente, que cambie sus viejos temores por otros nuevos, pero, como pasa con muchas otras cosas, los viajes y la migración siempre ponen la realidad en perspectiva.

Si bien es cierto que hay peligros reales y que tristemente hay circunstancias sociales y económicas que hacen haya lugares más inseguros que otros, queda claro que el miedo es una emoción y no un indicador objetivo del peligro.

La historia que viene a continuación, trata de cómo el barómetro del miedo se descuadra y uno puede sentirse invencible, diciéndose que, si sobrevivió al que en algún momento fue considerado uno de los países más peligrosos del mundo, ya nada le puede pasar en otro lado.

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Como Julián, yo también crecí jugando cuca-patada en el patio del colegio, en el parqueadero del conjunto e, incluso, en la universidad. Para nosotros, la mayoría muchachos, era una forma de matar el tedio, de correr un ratico para despertarse y estirar las piernas, de desahogarse de toda la mierda que le hubiera podido pasar a uno durante el día.

No había que armar equipos ni buscar un terreno más o menos plano para jugar, no teníamos que llevar la cuenta de los goles, ni siquiera necesitábamos un balón. La forma irregular de la pelota improvisada hacía que hasta los mejores futbolistas entre nosotros tuviera que correr para salvarse el culo. En este juego de dudoso pedigrí y oscura etimología , como en la vida, los que daban también recibían, y nadie tenía garantizado su puesto en ninguno de los dos lados de la ecuación. Éramos todos contra todos, en igualdad de condiciones.
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