El siglo de oro sevillano La ContraHistoria

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A finales del siglo XV Sevilla era la ciudad más grande de la corona de Castilla. Había sido reconquistada dos siglos antes por Fernando III y, aunque en el periodo andalusí había brillado con luz propia, no fue hasta que se convirtió en cabeza del reino homónimo cuando se transformó en una activa metrópolis comercial. No es casual que durante la baja edad media sus muros alojasen a la Corte de forma recurrente, o que algunos de los principales monarcas de Castilla como el propio Fernando III, su hijo Alfonso X o Pedro I escogiesen su catedral como lugar para su descanso eterno.

Sevilla ofrecía varias ventajas que ninguna otra ciudad de la península tenía: contaba con un magnífico puerto fluvial en el Guadalquivir protegido de asaltos desde el mar, estaba rodeada de una vega muy fértil y era como un imán para los castellanos del norte, que habían ido repoblando la ciudad y su entorno desde los repartimientos posteriores a la reconquista. Tenía, en resumidas cuentas, la posición geográfica ideal a caballo entre el Atlántico y el Mediterráneo, abundante y variada población y una indiscutible vocación comercial.

Pero esa Sevilla próspera y dinámica de tiempos de los Reyes Católicos sería tan sólo un preludio de lo que estaba por venir. El descubrimiento de América abrió para la ciudad un mercado inmenso, el del Nuevo Mundo, que terminaría por convertir Sevilla en un emporio comercial de primer orden, una ciudad en la que el resto de los puertos europeos se miraban y querían imitar. En ello tuvo mucho que ver el hecho de que, en 1503, Isabel la Católica decidiese ubicar en Sevilla la Casa de Contratación para que sirviese como punto imprescindible de paso a todo aquel mercader que quisiese comerciar con las Indias. La Casa de Contratación se levantó junto al Real Alcázar y a no mucha distancia, ya durante el reinado de Felipe II, se construyó la Lonja de Mercaderes, hoy sede del Archivo General de Indias.

La presencia en la ciudad de la Casa de Contratación dio a Sevilla el privilegio de ser la única ciudad de toda la monarquía que podía comerciar con los virreinatos americanos, durante los primeros años de pequeño tamaño y limitada importancia, pero que fueron creciendo con el tiempo hasta convertirse en la principal fuente de riqueza de la Corona española. Todo lo que entraba en España desde las Indias, al menos lo que entraba legalmente, lo hacía por Sevilla. Eso enriqueció aún más a la ciudad. Entre los siglos XVI y XVII pocos lugares del mundo eran tan atractivos como Sevilla. Hasta ella acudían gentes de todos los reinos de España y más allá: comerciantes italianos, alemanes, flamencos y británicos se establecieron en la ciudad con intención de participar de un comercio tan lucrativo. Todos dejaron algo y, en el camino, pusieron a Sevilla a la cabeza del mundo.

Eso se tradujo en una edad de oro para las artes y las ciencias no muy distinta a la que Florencia había vivido con los Medici. De aquella Sevilla nos han llegado fastuosos edificios como la catedral, concluida a principios del siglo XVI, el Hospital de las Cinco Llagas, la Real Audiencia de Grados, la iglesia del Salvador y un ramillete de palacios entre los que destacan la Casa de Pilatos y el de San Telmo, que nació como universidad de mareantes, una institución en la que se formaban los marinos que hacían la carrera de Indias. En Sevilla trabajaron los mejores cartógrafos de su época y surgió una escuela pictórica que dio genios de la talla de Zurbarán o Murillo.

Todo aquel esplendor que se prolongó durante siglo y medio se debió al comercio y a la apertura al mundo. Pues bien, Alberto Garín y yo nos hemos desplazado hasta Sevilla invitados por Ibercaja Banca Privada para recordar ese periodo y hablar detenidamente sobre él en esta ContraHistoria que será sevillana por los cuatro costados.

A finales del siglo XV Sevilla era la ciudad más grande de la corona de Castilla. Había sido reconquistada dos siglos antes por Fernando III y, aunque en el periodo andalusí había brillado con luz propia, no fue hasta que se convirtió en cabeza del reino homónimo cuando se transformó en una activa metrópolis comercial. No es casual que durante la baja edad media sus muros alojasen a la Corte de forma recurrente, o que algunos de los principales monarcas de Castilla como el propio Fernando III, su hijo Alfonso X o Pedro I escogiesen su catedral como lugar para su descanso eterno.

Sevilla ofrecía varias ventajas que ninguna otra ciudad de la península tenía: contaba con un magnífico puerto fluvial en el Guadalquivir protegido de asaltos desde el mar, estaba rodeada de una vega muy fértil y era como un imán para los castellanos del norte, que habían ido repoblando la ciudad y su entorno desde los repartimientos posteriores a la reconquista. Tenía, en resumidas cuentas, la posición geográfica ideal a caballo entre el Atlántico y el Mediterráneo, abundante y variada población y una indiscutible vocación comercial.

Pero esa Sevilla próspera y dinámica de tiempos de los Reyes Católicos sería tan sólo un preludio de lo que estaba por venir. El descubrimiento de América abrió para la ciudad un mercado inmenso, el del Nuevo Mundo, que terminaría por convertir Sevilla en un emporio comercial de primer orden, una ciudad en la que el resto de los puertos europeos se miraban y querían imitar. En ello tuvo mucho que ver el hecho de que, en 1503, Isabel la Católica decidiese ubicar en Sevilla la Casa de Contratación para que sirviese como punto imprescindible de paso a todo aquel mercader que quisiese comerciar con las Indias. La Casa de Contratación se levantó junto al Real Alcázar y a no mucha distancia, ya durante el reinado de Felipe II, se construyó la Lonja de Mercaderes, hoy sede del Archivo General de Indias.

La presencia en la ciudad de la Casa de Contratación dio a Sevilla el privilegio de ser la única ciudad de toda la monarquía que podía comerciar con los virreinatos americanos, durante los primeros años de pequeño tamaño y limitada importancia, pero que fueron creciendo con el tiempo hasta convertirse en la principal fuente de riqueza de la Corona española. Todo lo que entraba en España desde las Indias, al menos lo que entraba legalmente, lo hacía por Sevilla. Eso enriqueció aún más a la ciudad. Entre los siglos XVI y XVII pocos lugares del mundo eran tan atractivos como Sevilla. Hasta ella acudían gentes de todos los reinos de España y más allá: comerciantes italianos, alemanes, flamencos y británicos se establecieron en la ciudad con intención de participar de un comercio tan lucrativo. Todos dejaron algo y, en el camino, pusieron a Sevilla a la cabeza del mundo.

Eso se tradujo en una edad de oro para las artes y las ciencias no muy distinta a la que Florencia había vivido con los Medici. De aquella Sevilla nos han llegado fastuosos edificios como la catedral, concluida a principios del siglo XVI, el Hospital de las Cinco Llagas, la Real Audiencia de Grados, la iglesia del Salvador y un ramillete de palacios entre los que destacan la Casa de Pilatos y el de San Telmo, que nació como universidad de mareantes, una institución en la que se formaban los marinos que hacían la carrera de Indias. En Sevilla trabajaron los mejores cartógrafos de su época y surgió una escuela pictórica que dio genios de la talla de Zurbarán o Murillo.

Todo aquel esplendor que se prolongó durante siglo y medio se debió al comercio y a la apertura al mundo. Pues bien, Alberto Garín y yo nos hemos desplazado hasta Sevilla invitados por Ibercaja Banca Privada para recordar ese periodo y hablar detenidamente sobre él en esta ContraHistoria que será sevillana por los cuatro costados.

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