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La historia como no te la contaron en la escuela. Presentado y dirigido por Fernando Díaz Villanueva.

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    Arte, artistas y mecenazgo

    Arte, artistas y mecenazgo

    Hoy nadie se cuestionaría, por ejemplo, que a un músico hay que pagarle por su trabajo. Taylor Swift, Ed Sheeran o Rosalía congregan en sus conciertos a cientos de miles de personas que previamente han pagado una entrada seguramente muy cara. Esto es aplicable a intérpretes menos exitosos e incluso a los músicos que tocan en la calle, en el metro o en un parque. Muchos viandantes les dejan monedas o adquieren allí mismo una grabación suya. Esto no es cosa de ahora. Vivir de la música es algo que hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Está documentado que ya en la corte de Carlomagno había músicos profesionales y seguramente los hubo antes.

    No deberíamos sorprendernos por ello. La música, no sólo es un arte, es un mercado y se comporta como tal. Hoy los fans de Rosalía pagan por disfrutar de sus canciones y, a veces, para señalizarse socialmente. Hace un milenio reyes y señores principales se encargaban de mantener a músicos para que cantasen a Dios algo fundamental en la liturgia cristiana si se quería salvar el alma. Esta tendencia se mantuvo en los siglos siguientes. En el Renacimiento y el Barroco los monarcas europeos competían entre ellos para hacerse con los servicios de los mejores compositores e intérpretes. Con la revolución industrial y la emergencia de la burguesía las obras musicales fueron más demandadas que nunca. Los ricos organizaban recitales privados en sus palacetes, y se levantaron por las principales capitales europeas grandes teatros de la ópera a cuyos estrenos acudían miles de personas pagando por ello sumas elevadas de dinero.

    Todo esto no es un secreto para nadie. En el mundo contemporáneo tenemos asumido que la música tiene un precio y estamos encantados de satisfacerlo. Entonces ¿en qué momento decidimos que otras bellas artes estaban fuera de las leyes del mercado y no hay que pagar por ellas? Esto es especialmente aplicable a museos, exposiciones y monumentos que muchos exigen que sean de libre entrada porque se trata de cultura y, por lo tanto, tiene que ser accesible a todos.

    El arte, en definitiva, necesita mecenazgo. El término proviene de un patricio romano llamado Cayo Mecenas, un consejero muy cercano a Octavio Augusto que ha pasado a la historia por financiar, aparentemente de forma desinteresada, a poetas y escritores como Horacio y Virgilio. ¿Realmente Mecenas lo hacía de forma desinteresada? Obviamente no. Ni Cayo Mecenas, ni los príncipes renacentistas, ni los monarcas dieciochescos, ni los millonarios de nuestro tiempo financian el arte de forma desinteresada. Cada uno lo hace por una razón distinta, pero no es por amor a la belleza o a la humanidad. Unos buscan prestigio, otros borrar el cuestionable pasado de su familia, otros persuadir al pueblo de que son grandes personas.

    El arte, como decía, es un mercado al que concurren ofertantes y demandantes. Entre ambos media un precio que acuerdan las dos partes. Esa es la razón por la que se siguen produciendo obras de arte. Hoy, de hecho, hay más arte que nunca por somos muchos los que concurrimos a ese mercado. En nuestro mundo todos, prácticamente sin excepción, somos mecenas. Entendemos que las obras artísticas son productos y pagamos, a menudo con gran entusiasmo, por disfrutar de ellas.

    Hoy en La ContraHistoria vamos a hablar Alberto Garín y yo de esto mismo. Vamos a echar un vistazo poco convencional sobre la historia de arte en un programa que estamos haciendo en directo y con público gracias a la invitación de la Value School de Madrid. Espero que tanto a los presentes en la sala como los que estáis escuchando a través de los medios habituales disfrutéis de él.

    Bibliografía:
    - "Historia irreverente del arte" de Alberto Garín - https://amzn.to/3wwL31N
    - "Las vidas" de Giorgio Vasari - https://amzn.to/4bqHeK8
    - "Arte. Toda la historia" de Stephen Farthing - https://amzn.to/4b8pGCR
    - "La historia del arte" de E.H. Gombrich - https://amzn.to/44wz2WN

    Lo que Estados Unidos debe a España

    Lo que Estados Unidos debe a España

    Hace poco más de un mes rememorábamos aquí, en La ContraHistoria junto a Carlos Pérez Simancas, cómo una serie de exploradores españoles habían recorrido buena parte de lo que hoy es Estados Unidos cartografiando sus costas, desde California hasta Florida pasando por el golfo de México y la fachada atlántica. Estos pioneros de los siglos XVI y XVII fueron incluso más lejos. Vimos como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, un náufrago de la expedición de Pánfilo de Narváez, recorrió todo el sur de Estados Unidos desde la costa del Atlántico hasta Arizona, y cómo Francisco Vázquez de Coronado recorrió los actuales Estados de Texas, Oklahoma y Kansas. También repasamos el viaje crepuscular de Hernando de Soto, que atravesó los Estados del sur cruzando los Apalaches para morir después en la orilla del río Misisipí.

    Todo ello fue la base de una de una presencia estable en ciertos lugares como lo que hoy es Nuevo México, donde Juan de Oñate fundó en 1610 la ciudad de Santa Fe, lugar en el que terminaba el Camino Real de Tierra adentro que partía de Ciudad de México. Pero los españoles no renunciaban a encontrar el ansiado paso del noroeste por el que poder acceder al Pacífico desde el Atlántico, sin necesidad de descender hasta casi el polo sur o hacerlo con mulas por el istmo de Panamá. El paso del noroeste nunca se encontró o, mejor dicho, terminaron dando con él mucho tiempo después, pero estaba helado e intransitable.

    Eso no fue obstáculo para que Carlos III ordenase colonizar California a mediados del siglo XVIII. Las costas ya se conocían a fondo, pero el interior era un misterio. En 1769 un catalán llamado Gaspar de Portolá capitaneó una expedición que recorrió California de sur a norte fundando misiones y pueblos. Los primeros en nacer serían San Diego y Monterrey. Junto a él iba un franciscano mallorquín, Fray Junípero Serra, que fundiría su nombre con el de California. Gracias a Serra verían la luz más de veinte misiones sobre las que surgirían ciudades como San Francisco, San José, Santa Bárbara o Los Ángeles.

    Esta última fue fundada en 1781 y su nombre original fue El Pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles. En aquel momento, en la costa atlántica de Norteamérica se estaba librando una guerra entre los colonos ingleses y la metrópoli. Esta guerra, de la que unos años más tarde nacerían los Estados Unidos de América, tuvo una acusada impronta española. En 1779 Carlos III declaró la guerra a Jorge III de Inglaterra. Más que amor por los independentistas americanos, a Carlos III le movía la rivalidad con los ingleses, que se habían impuesto dos décadas antes en la guerra de los siete años. La decisión fue de una importancia capital y posibilitó que George Washington y sus patriotas se alzasen con la victoria mucho antes de lo que pensaban.

    El rey suministró armas y financiación a Washington. Ordenó también a Martín de Mayorga, a la sazón virrey de Nueva España, y a Bernardo de Gálvez, gobernador de Luisiana, que apoyasen con tropas a los rebeldes desde la cercana isla de Cuba, que se transformó en base de avituallamiento para los independentistas. Los españoles aseguraron el golfo de México expulsando a los ingleses de los fuertes de Pensacola y Mobila. Esta maniobra fue de crucial importancia para la victoria y le valió a Gálvez ser nombrado ciudadano honorífico de los Estados Unidos, por eso su retrato se expone en el Senado junto al de Washington y el de Thomas Jefferson.

    No es aventurado decir que, en buena medida, Estados Unidos existe gracias a que Carlos III decidió apoyar a sus padres fundadores. Medio siglo más tarde sus herederos adquirieron a su nieto, Fernando VII, lo que hoy es el Estado de Florida. El resto lo haría la guerra entre Estados Unidos y México de mediado el siglo XIX. Tras ella se integraría el norte de lo que había sido el virreinato de Nueva España, varios Estados, entre ellos Texas y California, en los

    Los últimos días del Imperio Otomano

    Los últimos días del Imperio Otomano

    En 1914 el Imperio Otomano se encontraba en la fase final de su prolongada decadencia, pero seguía siendo una potencia digna de tener en cuenta en tanto que ocupaba una gran extensión geográfica de 2,5 millones de kilómetros cuadrados y tenía unos 25 millones de habitantes. En la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX había perdido prácticamente todos sus territorios europeos, pero aún controlaba los estrechos del Bósforo y los Dardanelos y se extendía por todo Oriente Próximo y parte de Oriente Medio. Los actuales Turquía, Siria, Líbano, Israel, Jordania, Irak y parte de Arabia Saudita y Yemen integraban el imperio. Era económicamente débil y padecía una gran agitación política tras la revolución de los jóvenes turcos de 1908. Las potencias occidentales no esperaban gran cosa de los otomanos más allá de perseverar en su lento pero imparable ocaso, aun así, era un aliado interesante en tanto que controlaba el acceso al mar Negro y la encrucijada del levante mediterráneo.

    Con el estallido de la guerra en agosto de aquel año el Gobierno otomano se mantuvo al principio a la expectativa, pero pronto tomó partido. Escogió el bando de las potencias centrales acaudillado por la Alemania imperial. A finales de octubre atacó junto a los alemanes el puerto de Odesa, en la costa ucraniana del mar Negro ocasionando que el imperio británico y Francia le declarasen la guerra. Los otomanos poco podían decidir en el frente occidental, pero sí que podían hacer daño al comercio británico en el Mediterráneo oriental y presionar a Rusia desde el sur. Unos meses más tarde los británicos concibieron un plan para sacarles de la guerra desembarcando tropas en los Dardanelos para que ocupasen Constantinopla. Ese plan salió mal, pero no otros que se habían trazado en Londres para neutralizar al imperio otomano. En 1916 estalló la revuelta árabe instigada por los británicos que llegaron a un acuerdo secreto con los franceses para repartirse los restos del imperio.

    En ese acuerdo, conocido como tratado Sykes-Picot, se preveía el reparto de los restos del imperio en medio oriente dejando para el tratado posterior al final de la guerra el destino de Anatolia. Ese tratado se negoció en Sèvres y fue ratificado por los delegados del sultán en agosto de 1920. Sèvres no marcaba el fin del imperio otomano, pero si su renuncia a todo territorio que no estuviese poblado por comunidades de etnia turca. Todo lo demás quedaría bajo administración de las potencias vencedoras o se conformarían nuevos Estados. Siria y el Líbano pasarían a control francés, Mesopotamia, Jordania y Palestina al del Reino Unido. En la península arábiga surgieron dos reinos que darían lugar años más tarde a Arabia Saudita. La actual Turquía quedaba dividida entre Francia, el Reino Unido, Grecia e Italia con un imperio otomano muy reducido en el centro de la península de Anatolia.

    Pero el tratado nunca llegó a entrar en vigor. Los nacionalistas turcos capitaneados por Mustafá Kemal se rebelaron contra sus disposiciones y declararon la guerra a los aliados y al Gobierno del sultán. Esa guerra duró más de cuatro años y dio lugar a la República de Turquía que consiguió establecerse sobre la península. En 1923 se firmó la paz en Lausana y quedó abolido el sultanato, ultimo resto de un imperio que había durado más de 600 años y que en su momento álgido a mediados del siglo XVII se extendía por tres continentes desde el Danubio a las costas del océano Índico.

    En El ContraSello:
    01:05:03- Los enigmas de Colón y los misterios en la historia
    01:11:41 - Grandes hombres de Roma y Bizancio

    Bibliografía:
    - "Los últimos días del Imperio otomano" de Ryan Gingeras - https://amzn.to/4bbYG5i
    - "Breve historia del Imperio otomano" de Eladio Romero García - https://amzn.to/4d7L2lr
    - "La caída de los otomanos" de Eugene Rogan - https://amzn.to/4bbSCJI

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    El siglo de oro sevillano

    El siglo de oro sevillano

    A finales del siglo XV Sevilla era la ciudad más grande de la corona de Castilla. Había sido reconquistada dos siglos antes por Fernando III y, aunque en el periodo andalusí había brillado con luz propia, no fue hasta que se convirtió en cabeza del reino homónimo cuando se transformó en una activa metrópolis comercial. No es casual que durante la baja edad media sus muros alojasen a la Corte de forma recurrente, o que algunos de los principales monarcas de Castilla como el propio Fernando III, su hijo Alfonso X o Pedro I escogiesen su catedral como lugar para su descanso eterno.

    Sevilla ofrecía varias ventajas que ninguna otra ciudad de la península tenía: contaba con un magnífico puerto fluvial en el Guadalquivir protegido de asaltos desde el mar, estaba rodeada de una vega muy fértil y era como un imán para los castellanos del norte, que habían ido repoblando la ciudad y su entorno desde los repartimientos posteriores a la reconquista. Tenía, en resumidas cuentas, la posición geográfica ideal a caballo entre el Atlántico y el Mediterráneo, abundante y variada población y una indiscutible vocación comercial.

    Pero esa Sevilla próspera y dinámica de tiempos de los Reyes Católicos sería tan sólo un preludio de lo que estaba por venir. El descubrimiento de América abrió para la ciudad un mercado inmenso, el del Nuevo Mundo, que terminaría por convertir Sevilla en un emporio comercial de primer orden, una ciudad en la que el resto de los puertos europeos se miraban y querían imitar. En ello tuvo mucho que ver el hecho de que, en 1503, Isabel la Católica decidiese ubicar en Sevilla la Casa de Contratación para que sirviese como punto imprescindible de paso a todo aquel mercader que quisiese comerciar con las Indias. La Casa de Contratación se levantó junto al Real Alcázar y a no mucha distancia, ya durante el reinado de Felipe II, se construyó la Lonja de Mercaderes, hoy sede del Archivo General de Indias.

    La presencia en la ciudad de la Casa de Contratación dio a Sevilla el privilegio de ser la única ciudad de toda la monarquía que podía comerciar con los virreinatos americanos, durante los primeros años de pequeño tamaño y limitada importancia, pero que fueron creciendo con el tiempo hasta convertirse en la principal fuente de riqueza de la Corona española. Todo lo que entraba en España desde las Indias, al menos lo que entraba legalmente, lo hacía por Sevilla. Eso enriqueció aún más a la ciudad. Entre los siglos XVI y XVII pocos lugares del mundo eran tan atractivos como Sevilla. Hasta ella acudían gentes de todos los reinos de España y más allá: comerciantes italianos, alemanes, flamencos y británicos se establecieron en la ciudad con intención de participar de un comercio tan lucrativo. Todos dejaron algo y, en el camino, pusieron a Sevilla a la cabeza del mundo.

    Eso se tradujo en una edad de oro para las artes y las ciencias no muy distinta a la que Florencia había vivido con los Medici. De aquella Sevilla nos han llegado fastuosos edificios como la catedral, concluida a principios del siglo XVI, el Hospital de las Cinco Llagas, la Real Audiencia de Grados, la iglesia del Salvador y un ramillete de palacios entre los que destacan la Casa de Pilatos y el de San Telmo, que nació como universidad de mareantes, una institución en la que se formaban los marinos que hacían la carrera de Indias. En Sevilla trabajaron los mejores cartógrafos de su época y surgió una escuela pictórica que dio genios de la talla de Zurbarán o Murillo.

    Todo aquel esplendor que se prolongó durante siglo y medio se debió al comercio y a la apertura al mundo. Pues bien, Alberto Garín y yo nos hemos desplazado hasta Sevilla invitados por Ibercaja Banca Privada para recordar ese periodo y hablar detenidamente sobre él en esta ContraHistoria que será sevillana por los cuatro costados.

    Los orígenes de la Guerra Fría

    Los orígenes de la Guerra Fría

    Entre 1946 y 1991 el mundo se dividió en dos bloques irreconciliables. A un lado Estados Unidos y sus aliados, al otro la Unión Soviética y los suyos. Se trataba de una fractura geopolítica, pero, sobre todo, ideológica. Estados Unidos representaba la democracia liberal y la economía de libre mercado, la Unión Soviética hacía lo propio con la revolución socialista y la economía planificada. El centro neurálgico de la guerra fría fue, en origen, el continente europeo, pero con el paso de los años el conflicto se fue extendiendo a otras partes del mundo, especialmente Asia y África. En la primera los comunistas chinos salieron vencedores de la guerra civil e impusieron un régimen de partido único que luego sirvió como ejemplo a otros Estados del sudeste asiático. En la segunda las antiguas colonias europeas se fueron independizando a lo largo de la década de los 60 y convirtiéndose en piezas de ajedrez del tablero global.

    América en buena medida quedó al margen con la excepción de Cuba y, dos décadas más tarde, de Nicaragua, que se alinearon con la Unión Soviética tras dos revoluciones exitosas. Eso provocó que las tensiones ideológicas del momento se extendiesen a partir de la década de los 60 por prácticamente todos los países hispanoamericanos en forma de guerrillas, golpes de Estado y regímenes autoritarios.

    Europa, entretanto, permanecía dividida y separada por una frontera dura compuesta por alambradas y torres de vigilancia que Winston Churchill dio en llamar telón de acero. Desde las costas del mar Báltico hasta las del Mediterráneo este impenetrable telón dificultó durante décadas la libre la circulación de personas, mercancías e ideas. El símbolo de la división era Alemania, que se mantuvo partida en dos Estados hasta 1990, y, especialmente, su capital, Berlín, que de 1961 a 1989 estuvo atravesada por un muro de hormigón que separaba las dos zonas. Los europeos de occidente se agruparon en torno a la OTAN, una alianza militar que les unía con Estados Unidos. Esa iniciativa estratégica no tardó en ser copiada por los soviéticos con el Pacto de Varsovia que reunía a todas las repúblicas populares de Europa oriental.

    La guerra fría nunca se transformó en caliente, al menos a escala global, porque ambas superpotencias disponían de inmensos arsenales atómicos que, en caso de guerra, hubiesen utilizado. El temor a una conflagración nuclear que habría destruido la civilización evitó lo peor. Lo que si hubo fueron infinidad de enfrentamientos localizados en distintas partes del mundo en forma de guerras subsidiarias. Algunas fueron muy prolongadas y sangrientas como la de Corea, la de Vietnam o la de Afganistán.

    Vamos en La ContraHistoria a recorrer la guerra fría de principio a fin, pero, al tratarse de un periodo largo, cercano en el tiempo y que tanta influencia tiene sobre nuestro mundo, no bastará un solo capítulo. Necesitaremos dos o quizá tres. El primero es el que vais a escuchar hoy se circunscribe a los orígenes de la guerra fría, sus primeros años, los que sucedieron al final de la segunda guerra mundial cuando estadounidenses y soviéticos ocupaban en calidad de aliados una Europa en ruinas.

    En El ContraSello:
    01:18:26 - La Macedonia histórica y la actual
    01:18:26 - El reconocimiento de Kosovo
    01:27:57 - Historia de la UE

    Bibliografía:
    - "La guerra fría: una historia mundial" de Odd Arne Westad - https://amzn.to/3POxZLG
    - "La guerra fría: una breve introducción" de Robert McMahon - https://amzn.to/3PO4idA
    - "La guerra fría" de Álvaro Lozano - https://amzn.to/3POyhCg
    - "La guerra fría" de Carlos Sanz Díaz - https://amzn.to/49ruth0

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    La desintegración de Yugoslavia

    La desintegración de Yugoslavia

    Hace unos meses vimos en La ContraHistoria como nació, se desarrolló y entró en crisis la república de Yugoslavia. Esa crisis se produjo a finales de los años 80 y culminó de forma sangrienta con una serie de guerras que se extenderían en el tiempo durante más de diez años. Estos conflictos bélicos, los primeros en el continente europeo desde la segunda guerra mundial, desintegraron Yugoslavia alumbrando las actuales repúblicas de Eslovenia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Montenegro, Serbia, Macedonia del Norte y Kosovo.

    Las repúblicas constituyentes de la antigua Yugoslavia fueron declarando su independencia a inicios de la década de los 90 a causa de la crisis de identidad que el país atravesaba en aquellos momentos, y a una serie de tensiones étnicas que terminarían complicando las guerras que estallarían después haciéndolas en algunos casos extremadamente crueles. Durante los primeros compases del conflicto con un Gobierno central ya muy debilitado el Ejército Popular de Yugoslavia trató de mantener la unidad del Estado, pero fue en vano. El Ejército estaba ya formado casi exclusivamente por serbios, lo que ocasionó que en Belgrado se planteasen crear una Gran Serbia a costa de ciertas porciones de Croacia y Bosnia habitadas por serbios.

    El nacionalismo serbio, concebido ya como reemplazo del socialismo que había inspirado a Yugoslavia desde el final de la segunda guerra mundial, se convirtió así en uno de los elementos definitorios y en el actor central del conflicto. Esa es la razón por la que lo peor de este conjunto de guerras se concentró en Bosnia y Herzegovina, una república interior situada sobre los Alpes dináricos a caballo entre Croacia y Serbia. En Bosnia convivían serbios, croatas y bosnios. Los tres hablaban la misma lengua y compartían cultura y muchas tradiciones, pero les separaba la religión. Los croatas son católicos, los serbios ortodoxos y aproximadamente la mitad de los bosnios musulmanes. En Bosnia se produjo entre 1992 y 1995 una espantosa limpieza étnica concebida por los políticos y generales serbios para liberar espacio y expandir la Gran Serbia.

    Los responsables del genocidio de los bosnios terminaron sentándose en el banquillo ante los jueces de un tribunal penal internacional creado al efecto por la ONU que juzgó los crímenes de guerra perpetrados en Yugoslavia. Este tribunal no sería disuelto hasta el año 2017, casi treinta años después de que todo comenzase. Las guerras en la ex Yugoslavia fueron muy costosas en vidas, unas 140.000 personas murieron, el 70% de ellos en Bosnia. La región tardó años en estabilizarse y reconstruirse. Las repúblicas del norte (Eslovenia y Croacia) consiguieron superar los efectos de la guerra con relativa rapidez y en unos años ingresaron incluso en la Unión Europea y en la zona euro. En Bosnia y Herzegovina se llegó a un compromiso para que los distintos grupos étnicos conviviesen en paz.

    En el sur Serbia y Montenegro se mantuvieron formando una federación hasta que en 2006 los montenegrinos votaron por la independencia. Fue en Serbia donde todo concluyó en otro conflicto, también de marcado contenido étnico, conocido como la guerra de Kosovo que llevó a la OTAN a intervenir bombardeando Belgrado en 1999. Hoy Yugoslavia pertenece al recuerdo como también lo son las guerras que marcaron su trágico final. Ese mismo recuerdo es el que vamos a evocar en La ContraHistoria de esta semana.

    En El ContraSello:
    01:18:36 - La historia de la caballería
    01:23:56 - Blas de Lezo

    Bibliografía:
    - "Las guerras de Yugoslavia" de Eladi Romero García - https://amzn.to/43B5kiC
    - "La fábrica de las fronteras" de Francisco Veiga - https://amzn.to/3TF9DF4
    - "La desintegración de Yugoslavia" de Carlos Taibo - https://amzn.to/4a9MH8f
    - "Y llegó la barbarie" de José Ángel Ruiz - https://amzn.to/4ax3m5d

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