6 Min.

El último café con leche del mundo por Gonzalo Grela Agenda Cultura y Espectáculos

    • Kunst

Son las siete treinta de la mañana, hace muchísimo frío, casi nadie anda por la calle. Ni siquiera puede esperarse lo peor en un día así: nada puede hacerse con este frío del carajo. Bernardo Bruni, el personaje o víctima de esta historia, entra en el bar de la esquina de la plaza, que a su vez está en falsa escuadra con el recinto donde trabaja.

Desconoce, claro está, los eventos que han de suceder a continuación: pues nadie es avisado con anticipación sobre el fin del mundo. Sólo algunos esquizoides, y vendedores de sartenes tienen visiones reales del apocalipsis. El resto son profetas, si no falsos, al menos fraudulentos.

Lo cierto es que, aunque sin anuncio, el fin del mundo llega a Tandil  esta misma mañana, y Bernardo Bruni podrá apreciarlo (o no) desde la ventana del bar de la esquina.

Bruni entra al bar, cagadísimo de frío, y mientras se sopla las manos que frota frente a la cara, con voz de flautín dice: un café con leche.

―¿Qué? ―dice la moza―

―Un café con leche ―Repite Bruni, dignificando la voz.

Se sienta solo (se siente solo) en una mesa. Pasa de frotarse las manos, a frotarse el regazo, dando calor a las piernas.

―Qué frío ¿No? ―Dice Bruni, mirando a un tipo que está sentado, también solo, en otra mesa, en la cual teclea una computadora portátil último modelo.

El tipo de la notebook no le contesta, sigue escribiendo. Es un científico becario que intenta dar forma a una tesis doctoral. Las últimas presentaciones de su tesis han sido poco fructíferas.

El fin del mundo se acerca, no hay señales, ni nubes figurativas, trompetas celestiales, o siquiera, infernales. La camarera se acerca, no sabe que está a punto de dejar el último servicio de la existencia universal. Bruni presiente, por la derecha, una presencia, y aparta la mirada de la ventana. La camarera deja el café con leche sobre la mesa mientras mira por la ventana. El científico también mira por la ventana en ese momento. Dos señoras que no se han decidido aún qué van a pedir, son asustadas por una moto Zanella 150 que tira tres cortes ¡Pa! ¡Pa ¡Pa!

Afuera, un flash ilumina la oscuridad matinal de este horrendo junio. El resplandor baña todas las cosas que existen y aniquila todo su contenido vital. Los árboles quedan erguidos, muertos. Las aves caen de su vuelo, o estiran la pata en sus nidos. Florencio, el pibe que tiró los cortes desaparece totalmente. La moto sigue andando sin él, sin conductor alguno, durante casi una cuadra y media; luego se bambolea locamente hasta perder su solitario equilibrio y cae al piso generando ruido a plásticos y vidrios que estallan y hacen un eco casi infinito en una ciudad que ha quedado completamente aniquilada. No hay vida sobre la faz de la tierra, incluso sobre Tandil. Los únicos sobrevivientes del cataclismo universal son estos cinco tandilenses que de manera fortuita habitan el bar de la esquina. Todos, menos Bruni, presencian el fin de la existencia. Bruni, tiene frío. El resto, comprende todo sin interrupción. La existencia ha cobrado sentido, ahora que ha finalizado.

Juan Ignacio Semper, el científico, instantáneamente comprende que todo se va al cuerno, y calcula que, de alguna manera inexplicable, han sobrevivido ellos, como si el bar los hubiese protegido por alguna razón insondable.

A pesar de esta pequeña salvación humana, todo el agua del local, de sus botellas, e incluso el de la cafetera se pudre o desaparece. Lo mismo pasa con todos los alimentos, de toda clase, sin importar su ubicación, tipo, o combinación. La devastación de lo vivo, y su posibilidad de supervivencia es total. No es joda, el mundo se ha acabado. Pero Semper ha notado el milagro. Él, que nunca ha creído en otra cosa que en los designios de la razón y la inteligencia, ha percibido la desaparición total de la vida y los alimentos, a la vez que ha notado que el café con leche de Bruni está intacto. Ha sobrevivido a la destrucción universal (...)

Son las siete treinta de la mañana, hace muchísimo frío, casi nadie anda por la calle. Ni siquiera puede esperarse lo peor en un día así: nada puede hacerse con este frío del carajo. Bernardo Bruni, el personaje o víctima de esta historia, entra en el bar de la esquina de la plaza, que a su vez está en falsa escuadra con el recinto donde trabaja.

Desconoce, claro está, los eventos que han de suceder a continuación: pues nadie es avisado con anticipación sobre el fin del mundo. Sólo algunos esquizoides, y vendedores de sartenes tienen visiones reales del apocalipsis. El resto son profetas, si no falsos, al menos fraudulentos.

Lo cierto es que, aunque sin anuncio, el fin del mundo llega a Tandil  esta misma mañana, y Bernardo Bruni podrá apreciarlo (o no) desde la ventana del bar de la esquina.

Bruni entra al bar, cagadísimo de frío, y mientras se sopla las manos que frota frente a la cara, con voz de flautín dice: un café con leche.

―¿Qué? ―dice la moza―

―Un café con leche ―Repite Bruni, dignificando la voz.

Se sienta solo (se siente solo) en una mesa. Pasa de frotarse las manos, a frotarse el regazo, dando calor a las piernas.

―Qué frío ¿No? ―Dice Bruni, mirando a un tipo que está sentado, también solo, en otra mesa, en la cual teclea una computadora portátil último modelo.

El tipo de la notebook no le contesta, sigue escribiendo. Es un científico becario que intenta dar forma a una tesis doctoral. Las últimas presentaciones de su tesis han sido poco fructíferas.

El fin del mundo se acerca, no hay señales, ni nubes figurativas, trompetas celestiales, o siquiera, infernales. La camarera se acerca, no sabe que está a punto de dejar el último servicio de la existencia universal. Bruni presiente, por la derecha, una presencia, y aparta la mirada de la ventana. La camarera deja el café con leche sobre la mesa mientras mira por la ventana. El científico también mira por la ventana en ese momento. Dos señoras que no se han decidido aún qué van a pedir, son asustadas por una moto Zanella 150 que tira tres cortes ¡Pa! ¡Pa ¡Pa!

Afuera, un flash ilumina la oscuridad matinal de este horrendo junio. El resplandor baña todas las cosas que existen y aniquila todo su contenido vital. Los árboles quedan erguidos, muertos. Las aves caen de su vuelo, o estiran la pata en sus nidos. Florencio, el pibe que tiró los cortes desaparece totalmente. La moto sigue andando sin él, sin conductor alguno, durante casi una cuadra y media; luego se bambolea locamente hasta perder su solitario equilibrio y cae al piso generando ruido a plásticos y vidrios que estallan y hacen un eco casi infinito en una ciudad que ha quedado completamente aniquilada. No hay vida sobre la faz de la tierra, incluso sobre Tandil. Los únicos sobrevivientes del cataclismo universal son estos cinco tandilenses que de manera fortuita habitan el bar de la esquina. Todos, menos Bruni, presencian el fin de la existencia. Bruni, tiene frío. El resto, comprende todo sin interrupción. La existencia ha cobrado sentido, ahora que ha finalizado.

Juan Ignacio Semper, el científico, instantáneamente comprende que todo se va al cuerno, y calcula que, de alguna manera inexplicable, han sobrevivido ellos, como si el bar los hubiese protegido por alguna razón insondable.

A pesar de esta pequeña salvación humana, todo el agua del local, de sus botellas, e incluso el de la cafetera se pudre o desaparece. Lo mismo pasa con todos los alimentos, de toda clase, sin importar su ubicación, tipo, o combinación. La devastación de lo vivo, y su posibilidad de supervivencia es total. No es joda, el mundo se ha acabado. Pero Semper ha notado el milagro. Él, que nunca ha creído en otra cosa que en los designios de la razón y la inteligencia, ha percibido la desaparición total de la vida y los alimentos, a la vez que ha notado que el café con leche de Bruni está intacto. Ha sobrevivido a la destrucción universal (...)

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