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La historia como no te la contaron en la escuela. Presentado y dirigido por Fernando Díaz Villanueva.

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La historia como no te la contaron en la escuela. Presentado y dirigido por Fernando Díaz Villanueva.

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    Heraclio: el último héroe, el primer cruzado

    Heraclio: el último héroe, el primer cruzado

    Al despuntar el siglo VII el imperio romano de Oriente, más conocido desde hace tres siglos como imperio bizantino, era lo más parecido al centro del mundo. Su capital, la ciudad de Constantinopla, tenía más de medio millón de habitantes y era un emporio comercial y cultural de primer orden, el más importante del Mediterráneo. Desde allí se gobernaba un imperio inmenso que iba desde la costa sur de Hispania hasta los desiertos de Oriente Medio y desde el valle del Danubio hasta el del Nilo. Como poder hegemónico Bizancio marcaba las modas y extendía su influencia mucho más allá de sus fronteras. Pero el trono lo ocupaba un emperador no especialmente popular, Focas, un militar que en el año 602 había depuesto a Mauricio, el último emperador de la dinastía justiniana.

    Fue en ese momento cuando apareció Heraclio, hijo del exarca de África que alentó una revuelta contra Focas y reclamó el título imperial. Heraclio heredó un imperio en crisis, amenazado por los persas sasánidas por el este y los ávaros por el norte, pero tenía voluntad de devolver a Bizancio su antiguo esplendor. No fue asunto sencillo. Durante el reinado de Focas el imperio había perdido el pulso y cedía en todos los frentes. Los persas de Cosroes II se habían apoderado del Levante y se habían abierto camino por Anatolia hasta el Bósforo. La mismísima Constantinopla llegó a estar bajo asedio, pero la ciudad estaba bien protegida por sus imponentes murallas y una gran armada. Heraclio rechazó a los persas y pasó al contraataque.

    Pero era mucho el trabajo pendiente. Reorganizó el ejército y se lanzó contra los persas, a quienes terminó venciendo tras una serie de campañas victoriosas que consumieron varios años. Llegó incluso a tomar y saquear el palacio de Cosroes en Dastagird, a orillas del Tigris. Aquello le costó la corona al emperador persa, que fue derrocado por su hijo, Kavad II, quien suplicó un tratado de paz a los bizantinos. Heraclio fue magnánimo y se lo concedió, pero sólo a cambio de que se retirasen de todos los territorios que habían ocupado. Se reservó también el título de rey de reyes que tradicionalmente llevaban los monarcas persas. Esa victoria le consagraría como el gran restaurador que aseguró la pervivencia del imperio. Para celebrarlo devolvió la Veracruz a Jerusalén y adoptó el título de Basileus, una palabra griega que significa soberano y que los emperadores de Bizancio utilizarían durante ocho siglos.

    Pero la prolongada guerra entre persas y bizantinos dejó exhaustos a ambos. Apareció entonces otra amenaza en los confines sudorientales del imperio, la de los árabes que, acaudillados por el califa Umar, penetraron en territorio bizantino y conquistaron en un periodo muy corto de tiempo Siria, Egipto, Armenia y Mesopotamia. El imperio persa sucumbió, el bizantino consiguió resistir, pero despojado de sus regiones más ricas y pobladas.

    A pesar de las pérdidas territoriales, Heraclio dejó un magnífico legado que permitió que Bizancio sobreviviese al huracán desatado en el desierto arábigo a mediados del siglo VII. El islam se expandió en todas direcciones, pero no consiguió rendir a los bizantinos, en buena medida por las reformas militares y administrativas que Heraclio puso en marcha. A él se debe, por ejemplo, que el griego se convirtiese en la lengua imperial por encima del latín, o que el corazón del imperio se trasladase a Anatolia y el sudeste de Europa. El Bizancio medieval nació con él y su dinastía. Durante siglos los reyes latinos de Occidente le profesaron una rendida admiración, le consideraban el príncipe cristiano por excelencia y así lo hicieron ver en cuadros y esculturas. Todos en mayor o menor medida se sentían herederos de Heraclio, al que tenían como el primer cruzado.

    Pues bien, para abordar esta interesantísima figura nos acompaña hoy en La ContraHistoria José Soto Chica, un sabio de nuestro tiempo que ya ha pasado por el progr

    La Comuna de París

    La Comuna de París

    Entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871 París se independizó del resto de Francia. Lo hizo por la fuerza tras la derrota del ejército de Napoleón III en la guerra contra Prusia y la proclamación de la tercera república. Fue esa guerra el detonante de todo ya que el grueso del ejército francés había capitulado tras la batalla de Sedán en septiembre de 1870. El emperador en persona fue capturado por el enemigo. Cuando noticia del desastre y de que Napoleón III se encontraba en manos de los prusianos llegó a París una multitud se echó a la calle forzando a la regente, la emperatriz Eugenia de Montijo, a huir precipitadamente de la ciudad. El segundo imperio se vino abajo y los diputados más radicales de la Asamblea Nacional proclamaron la república con la intención de continuar con la guerra.

    Los prusianos avanzaron hacia París y le pusieron sitio. La ciudad era ya muy grande, tenía dos millones de habitantes con la voluntad firme de resistir. El ejército regular había sido prácticamente neutralizado en el asedio de Metz, pero en el interior de París se fueron formando varias milicias improvisadas compuestas por bomberos y gendarmes que se sumaron a los restos del ejército capitaneado por el general Louis-Jules Trochu, y a la Guardia Nacional, un cuerpo de voluntarios muy radicalizados. Trochu trató de romper el cerco prusiano, pero fue inútil. En el interior de la ciudad los ánimos se exaltaron. El invierno entró muy pronto, las temperaturas se desplomaron por debajo de los -10ºC y el Sena se congeló durante tres semanas. Se acabó la comida y las medicinas. Los prusianos decidieron entonces poner fin al sitio colocando grandes piezas de artillería con las que durante dos meses bombardearon París. En enero la capital estaba ya al borde mismo de la hambruna mientras en el palacio de Versalles Guillermo de Prusia era proclamado emperador de Alemania.

    El Gobierno republicano, presidido por Adolphe Thiers, decidió rendirse, algo que no aceptaron los mandos de la Guardia Nacional, que se rebelaron contra Thiers y establecieron un Gobierno independiente para la capital. Durante dos meses se constituyó una Comuna en París que, aparte de resistir al intento por parte del Gobierno republicano para recuperar París, instauró un sistema socialista, laico y revolucionario que serviría de ejemplo y referencia a los revolucionarios del siglo XX. Durante esos dos meses los parisinos fueron testigos de un experimento político que concluyó con la llamada “semana sangrienta”, la última del mes de mayo de 1871, cuando el reconstruido ejército francés republicano capitaneado por el mariscal Patrice McMahon entró en la ciudad con 130.000 soldados.

    Los líderes comuneros reclamaron a los parisinos que se echasen a la calle y montasen barricadas, pero sólo acudieron unos 15.000 entre los que había mujeres y niños. Las tropas de McMahon tenían órdenes de acabar con la Comuna al coste que fuese. Durante esos días París ardió por los cuatro costados, los comuneros fueron eliminados o hechos prisioneros, algunos consiguieron escapar a Bélgica y Suiza, pero fueron los menos. Acabar con la Comuna supuso un gran esfuerzo y dejó zonas enteras de París en ruinas. El palacio de las Tullerías fue incendiado y ya no se volvió a reconstruir, el Louvre estuvo a punto de correr la misma suerte, pero las llamas fueron extinguidas por los bomberos. París perdió un monumento, pero ganó otro. Dos años más tarde el Gobierno encargó la construcción de la basílica del Sagrado Corazón en Montmartre para “expiar los crímenes de la Comuna” entre los que se encontraban el asesinato del arzobispo de París.

    La de la Comuna fue la última de las revoluciones francesas, un ciclo que había dado comienzo ocho décadas antes en el mismo París. Se convertiría en un símbolo para los socialistas y en una advertencia para quienes no lo eran. Ha pasado más de siglo y medio desde que fue sofocada, p

    La conquista normanda de Inglaterra

    La conquista normanda de Inglaterra

    En la mayor parte de Europa el año 1066 pasó completamente desapercibido, pero no en Gran Bretaña. Para los británicos 1066 es un año fundamental en su historia, comparable en buena medida al año 711 para españoles y portugueses o el año 800 para franceses y alemanes. En el primero los musulmanes invadieron la península ibérica dando lugar unos años más tarde a la Reconquista. En el segundo, el día de Navidad de ese año, Carlomagno, rey de los francos, fue coronado por el Papa León III. De aquel imperio surgiría con el correr del tiempo lo que hoy conocemos como Francia y Alemania.

    Pues bien, en 1066 un duque de Normandía de nombre Guillermo reclamó el trono de Inglaterra, que en aquel entonces estaba en manos de un rey sajón llamado Haroldo II. Cruzó el canal de la Mancha y derrotó a las tropas de Haroldo en la batalla de Hastings. No era la primera invasión de Gran Bretaña, pero sería la última, al menos la última con éxito porque tanto franceses como alemanes y españoles se lo propusieron tiempo después, pero, o fracasaron en el intento, o no pudieron consolidar la invasión.

    Con Guillermo ya en el trono, Inglaterra pasó por entero a manos de sus barones, que crearon una nueva aristocracia, se repartieron la tierra y dejaron ese reparto por escrito en el denominado Domesday Book o Libro del Día del Juicio Final. Lo llamaron así porque lo que allí se reflejaba sería inalterable como las páginas del mismísimo Libro del día Juicio Final tras la segunda venida de Jesucristo y la resurrección de la carne. Pero la influencia de estos reyes normandos sería mucho más duradera que un simple libro en el que se registraba con sumo cuidado a los propietarios de la tierra. También sería mucho más profunda.

    Guillermo consiguió afianzar su conquista y poner el reino de los sajones a su antojo. Había logrado algo que en el continente se le resistía: ser rey, un título muy escaso y difícil de conseguir porque el Papa se reservaba su adjudicación y lo concedía con cuentagotas. En Francia no era más que un duque enfeudado al rey y con eso habría de conformarse. Esa es la razón por la que se aferró a su reino insular y se lo transmitió a su hijo Guillermo II, que tuvo un reinado algo más corto y murió en un accidente de caza, aunque seguramente se trató de un asesinato. La muerte de Guillermo II antes de tiempo amenazó la pervivencia de la Inglaterra normanda, pero su heredero, su hermano Enrique I, se encargó de hacerla definitiva e irrevocable.

    Con Enrique I el dominio normando se terminó de consolidar extendiendo sus dominios a ambas orillas del canal de la Mancha. Tras 35 años de reinado, un periodo muy prolongado para tratarse de un monarca del siglo XII, su hijo Guillermo estaba llamado a continuar su obra, pero murió en un naufragio. Esto dejó como única heredera a su hija Matilda, a quien había casado con Godofredo Plantagenet, conde de Anjou. Su sobrino Esteban no reconoció la herencia y se desató una feroz guerra civil que ha pasado a la historia como los años de la Anarquía. Matilda y Godofredo consiguieron imponerse transmitiendo a su hijo Enrique un reino refortalecido que engrandeció tras su matrimonio con Leonor de Aquitania. En menos de un siglo los normandos habían construido un pequeño imperio, el imperio angevino, que iba desde las tierras altas de Escocia hasta los Pirineos. Este reino jugaría un importantísimo papel en la edad media de toda la Europa occidental.

    En El ContraSello:
    - La enseñanza de historia en Argentina
    - Las guerras de los Boer

    Este episodio cuenta con la colaboración de BP - https://mibp.es

    Bibliografía:
    - "The Norman Conquest" de Marc Morris - https://amzn.to/4bH77po
    - "1066: A New History of the Norman Conquest" de Peter Rex - https://amzn.to/4bLSH7k
    - "The Norman Conquest" de Teresa Cole - https://amzn.to/4bxetMm
    - "Norman Conquest" de Sean Sanfilippo - https://amzn.to/4bSvOzo

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    Los reinos perdidos de Borgoña

    Los reinos perdidos de Borgoña

    Pocos términos son tan polisémicos como Borgoña, una región histórica ubicada a caballo entre lo que hoy es Francia, Alemania y Suiza. Borgoña es también una denominación de origen vinícola muy cotizada. El borgoña es un color inspirado en ese mismo vino. Un Borgoña es un cóctel muy popular en Chile hecho con vino, fruta y azúcar. La cruz de Borgoña es una representación heráldica y vexilológica de la cruz en la que el apóstol San Andrés fue martirizado. Los archeros de Borgoña fueron una unidad militar de la que se sirvieron los Habsburgo españoles durante dos siglos. Además de todo eso, Borgoña fueron una serie de unidades políticas con fronteras muy móviles dependientes del Sacro Imperio Romano Germánico y del reino de Francia. Estas unidades políticas, un reino, un ducado y un condado, fueron apareciendo, transformándose y desapareciendo en un periodo muy largo de tiempo que fue de las invasiones bárbaras hasta la época de Luis XIV. Por último, Borgoña fue una región administrativa de Francia con capital en Dijon que desapareció hace unos años para fusionarse con el Franco Condado que, en el pasado, también había sido denominado Borgoña.

    Si definir lo que fue Borgoña desde el punto de vista geográfico es difícil, no lo es menos desde el punto de vista político. Si nos atenemos a su nombre el origen hay que ir a buscarlo al siglo V de nuestra era, cuando un pueblo proveniente de Escandinavia, los burgundios, se asentó en el rico y muy romanizado valle del Ródano. Ese primer reino no duró mucho porque el imperio romano reaccionó y consiguió eliminarlo, pero reaparecería poco después para volver a desaparecer un siglo más tarde. El nombre se mantuvo, pero incorporado primero al imperio merovingio y luego al carolingio.

    Con la implosión de este último resurgió Borgoña o Burgundia como realidad política. Hubo en la alta edad media dos reinos burgundios, el cisjurano y el transjurano que se unieron para formar el reino burgundio de Arlés. Pero esos principados medievales tenían vidas muy cortas y aparecían casi a la misma velocidad que desaparecían. La Burgundia, ya conocida como Borgoña, se fue troceando en distintos ducados y condados. Unos cayeron en la órbita del Sacro Imperio, otros en la del reino de Francia, pero siempre manteniendo la independencia de facto. Ya en el siglo XIV el ducado y el condado se unieron dando lugar al ducado de Borgoña que, gracias a un afortunado matrimonio, incorporaría los Países Bajos, una serie de territorios muy ricos en la costa del mar del Norte y el canal de la Mancha.

    Durante cerca de dos siglos los duques de Borgoña se convirtieron en figuras importantísimas para la política europea. No eran reyes, pero se comportaban como tales. Borgoñón pasó a ser sinónimo de lujo y distinción. Los duques financiaron artistas e intelectuales que protagonizaron lo que algunos especialistas han dado en llamar renacimiento borgoñón. Fue en esa época cuando el ducado de Borgoña pasó a los reyes de España. La última gran duquesa, María la rica, se casó con Maximiliano de Habsburgo. Su hijo Felipe lo haría con Juana, hija de los Reyes Católicos. El nieto de María, Carlos de Habsburgo, heredó toda Borgoña, amén de los reinos de sus abuelos hispanos y la corona imperial, la mayor cartera de títulos que jamás haya recibido un monarca europeo.

    Con los Habsburgo españoles, centrados desde el principio en sus dominios españoles, americanos y flamencos, Borgoña fue menguando hasta desaparecer a finales del siglo XVII cuando Carlos II entregó el Franco Condado, el último reducto de la antigua Borgoña, a Luis XIV de Francia. Borgoña fue asimilada poco a poco al reino de Francia. El idioma de sus gentes, el arpitano, se fue dejando de hablar y el nombre empezó a asociarse al vino y no a sucesivas realidades políticas que habían existido durante milenio y medio. Los reinos de Borgoña desparecieron hace mucho tiem

    Arte, artistas y mecenazgo

    Arte, artistas y mecenazgo

    Hoy nadie se cuestionaría, por ejemplo, que a un músico hay que pagarle por su trabajo. Taylor Swift, Ed Sheeran o Rosalía congregan en sus conciertos a cientos de miles de personas que previamente han pagado una entrada seguramente muy cara. Esto es aplicable a intérpretes menos exitosos e incluso a los músicos que tocan en la calle, en el metro o en un parque. Muchos viandantes les dejan monedas o adquieren allí mismo una grabación suya. Esto no es cosa de ahora. Vivir de la música es algo que hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Está documentado que ya en la corte de Carlomagno había músicos profesionales y seguramente los hubo antes.

    No deberíamos sorprendernos por ello. La música, no sólo es un arte, es un mercado y se comporta como tal. Hoy los fans de Rosalía pagan por disfrutar de sus canciones y, a veces, para señalizarse socialmente. Hace un milenio reyes y señores principales se encargaban de mantener a músicos para que cantasen a Dios algo fundamental en la liturgia cristiana si se quería salvar el alma. Esta tendencia se mantuvo en los siglos siguientes. En el Renacimiento y el Barroco los monarcas europeos competían entre ellos para hacerse con los servicios de los mejores compositores e intérpretes. Con la revolución industrial y la emergencia de la burguesía las obras musicales fueron más demandadas que nunca. Los ricos organizaban recitales privados en sus palacetes, y se levantaron por las principales capitales europeas grandes teatros de la ópera a cuyos estrenos acudían miles de personas pagando por ello sumas elevadas de dinero.

    Todo esto no es un secreto para nadie. En el mundo contemporáneo tenemos asumido que la música tiene un precio y estamos encantados de satisfacerlo. Entonces ¿en qué momento decidimos que otras bellas artes estaban fuera de las leyes del mercado y no hay que pagar por ellas? Esto es especialmente aplicable a museos, exposiciones y monumentos que muchos exigen que sean de libre entrada porque se trata de cultura y, por lo tanto, tiene que ser accesible a todos.

    El arte, en definitiva, necesita mecenazgo. El término proviene de un patricio romano llamado Cayo Mecenas, un consejero muy cercano a Octavio Augusto que ha pasado a la historia por financiar, aparentemente de forma desinteresada, a poetas y escritores como Horacio y Virgilio. ¿Realmente Mecenas lo hacía de forma desinteresada? Obviamente no. Ni Cayo Mecenas, ni los príncipes renacentistas, ni los monarcas dieciochescos, ni los millonarios de nuestro tiempo financian el arte de forma desinteresada. Cada uno lo hace por una razón distinta, pero no es por amor a la belleza o a la humanidad. Unos buscan prestigio, otros borrar el cuestionable pasado de su familia, otros persuadir al pueblo de que son grandes personas.

    El arte, como decía, es un mercado al que concurren ofertantes y demandantes. Entre ambos media un precio que acuerdan las dos partes. Esa es la razón por la que se siguen produciendo obras de arte. Hoy, de hecho, hay más arte que nunca por somos muchos los que concurrimos a ese mercado. En nuestro mundo todos, prácticamente sin excepción, somos mecenas. Entendemos que las obras artísticas son productos y pagamos, a menudo con gran entusiasmo, por disfrutar de ellas.

    Hoy en La ContraHistoria vamos a hablar Alberto Garín y yo de esto mismo. Vamos a echar un vistazo poco convencional sobre la historia de arte en un programa que estamos haciendo en directo y con público gracias a la invitación de la Value School de Madrid. Espero que tanto a los presentes en la sala como los que estáis escuchando a través de los medios habituales disfrutéis de él.

    Bibliografía:
    - "Historia irreverente del arte" de Alberto Garín - https://amzn.to/3wwL31N
    - "Las vidas" de Giorgio Vasari - https://amzn.to/4bqHeK8
    - "Arte. Toda la historia" de Stephen Farthing - https://amzn.to/4b8pGCR
    - "La historia del arte" de E.H. Gombrich - https://amzn.to/44wz2WN

    Lo que Estados Unidos debe a España

    Lo que Estados Unidos debe a España

    Hace poco más de un mes rememorábamos aquí, en La ContraHistoria junto a Carlos Pérez Simancas, cómo una serie de exploradores españoles habían recorrido buena parte de lo que hoy es Estados Unidos cartografiando sus costas, desde California hasta Florida pasando por el golfo de México y la fachada atlántica. Estos pioneros de los siglos XVI y XVII fueron incluso más lejos. Vimos como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, un náufrago de la expedición de Pánfilo de Narváez, recorrió todo el sur de Estados Unidos desde la costa del Atlántico hasta Arizona, y cómo Francisco Vázquez de Coronado recorrió los actuales Estados de Texas, Oklahoma y Kansas. También repasamos el viaje crepuscular de Hernando de Soto, que atravesó los Estados del sur cruzando los Apalaches para morir después en la orilla del río Misisipí.

    Todo ello fue la base de una de una presencia estable en ciertos lugares como lo que hoy es Nuevo México, donde Juan de Oñate fundó en 1610 la ciudad de Santa Fe, lugar en el que terminaba el Camino Real de Tierra adentro que partía de Ciudad de México. Pero los españoles no renunciaban a encontrar el ansiado paso del noroeste por el que poder acceder al Pacífico desde el Atlántico, sin necesidad de descender hasta casi el polo sur o hacerlo con mulas por el istmo de Panamá. El paso del noroeste nunca se encontró o, mejor dicho, terminaron dando con él mucho tiempo después, pero estaba helado e intransitable.

    Eso no fue obstáculo para que Carlos III ordenase colonizar California a mediados del siglo XVIII. Las costas ya se conocían a fondo, pero el interior era un misterio. En 1769 un catalán llamado Gaspar de Portolá capitaneó una expedición que recorrió California de sur a norte fundando misiones y pueblos. Los primeros en nacer serían San Diego y Monterrey. Junto a él iba un franciscano mallorquín, Fray Junípero Serra, que fundiría su nombre con el de California. Gracias a Serra verían la luz más de veinte misiones sobre las que surgirían ciudades como San Francisco, San José, Santa Bárbara o Los Ángeles.

    Esta última fue fundada en 1781 y su nombre original fue El Pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles. En aquel momento, en la costa atlántica de Norteamérica se estaba librando una guerra entre los colonos ingleses y la metrópoli. Esta guerra, de la que unos años más tarde nacerían los Estados Unidos de América, tuvo una acusada impronta española. En 1779 Carlos III declaró la guerra a Jorge III de Inglaterra. Más que amor por los independentistas americanos, a Carlos III le movía la rivalidad con los ingleses, que se habían impuesto dos décadas antes en la guerra de los siete años. La decisión fue de una importancia capital y posibilitó que George Washington y sus patriotas se alzasen con la victoria mucho antes de lo que pensaban.

    El rey suministró armas y financiación a Washington. Ordenó también a Martín de Mayorga, a la sazón virrey de Nueva España, y a Bernardo de Gálvez, gobernador de Luisiana, que apoyasen con tropas a los rebeldes desde la cercana isla de Cuba, que se transformó en base de avituallamiento para los independentistas. Los españoles aseguraron el golfo de México expulsando a los ingleses de los fuertes de Pensacola y Mobila. Esta maniobra fue de crucial importancia para la victoria y le valió a Gálvez ser nombrado ciudadano honorífico de los Estados Unidos, por eso su retrato se expone en el Senado junto al de Washington y el de Thomas Jefferson.

    No es aventurado decir que, en buena medida, Estados Unidos existe gracias a que Carlos III decidió apoyar a sus padres fundadores. Medio siglo más tarde sus herederos adquirieron a su nieto, Fernando VII, lo que hoy es el Estado de Florida. El resto lo haría la guerra entre Estados Unidos y México de mediado el siglo XIX. Tras ella se integraría el norte de lo que había sido el virreinato de Nueva España, varios Estados, entre ellos Texas y California, en los

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vma2020 ,

Gracias por este magnificent programs.

gracias por el programa.
Greetings from California , USA.

Jeliasc ,

Contra historia

Excelente programa - lo disfruto mucho.

Vasco de Gama (alta) ,

Gracias!

Genial, y muy ameno. Da gusto oírlo desde el Midwest americano

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