Gabriela Mistral: la poeta que trajo flores sin color

Poesía para la vida

Poesía para la vida, uno de los pódcast de la Red Distrital de Bibliotecas Públicas de Bogotá, presenta su segundo episodio donde se analiza la obra de la poeta chilena Gabriela Mistral, primera latinoamericana en ganar el Premio Nobel de Literatura.

Juan Afanador, del equipo de programación cultural de BibloRed, charla sobre el legado literario de Gabriela Mistral con Carolina Dávila, poeta, editora y abogada; y Angie Buitrago, mediadora de la Biblioteca Itinerante de Biblored. Ellos te contarán detalles de la vida de la escritora chilena y harán un ejercicio de mediación de lectura de uno de sus poemas más conocidos: La Flor del aire.

Si quieres conocer más sobre la vida y obra de la poeta chilena, puedes encontrar en el catálogo de BibloRed libros como 'De Chile al mundo: 70 años de, Premio Nobel de Gabriela Mistral’ o 'Mistral para niños y niñas... y otros seres curiosos', entre otros títulos.

Créditos:

Invitadas:
Carolina Dávila, poeta, editora y abogada. Y Angie Buitrago, mediadora de la Biblioteca Itinerante de Biblored.

Investigación y locución: Juan Afanador, del equipo de programación cultural.

Producción, edición y publicación: David Fernando Rocha, productor de audio y podcaster de BibloRed.

Dirección: Isabel Salas, líder del equipo de comunicaciones de BibloRed, y David Fernando Rocha, productor de audio y podcaster de BibloRed.

Poema que se lee en este episodio:

La flor del aire*

A Consuelo Saleva

Yo la encontré por mi destino,
de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.

Y ella me dijo: “Sube al monte.
Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas”.

Me subí a la ácida montaña,
busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.

Cuando bajé, con carga mía,
la hallé a mitad de la pradera,
y la fui cubriendo frenética,
y le di un río de azucenas.

Y sin mirarse la blancura,
ella me dijo: “Tú acarrea
ahora solo flores rojas.
Yo no puedo pasar la pradera”.

Trepé las peñas con el venado
y busqué flores de demencia,
las que rojean y parecen
que de rojez vivan y mueran.

Cuando bajé se las fui dando
con un temblor feliz de ofrenda,
y ella se puso como el agua
que en ciervo herido se ensangrienta.

Pero mirándome, sonámbula,
me dijo: “Sube y acarrea
las amarillas, las amarillas.
Yo nunca dejo la pradera”.

Subí derecha a la montaña
y me busqué las flores densas,
color de sol y de azafranes,
recién nacidas y ya eternas.

Al encontrarla, como siempre,
a la mitad de la pradera,
yo fui cubriéndola, cubriéndola,
y la dejé como las eras.
Y todavía, loca de oro,
me dijo: “Súbete, mi sierva,
y cortarás las sin color,
ni azafranadas ni bermejas.

“Las que yo amo por recuerdo
de la Leonora y la Ligeia,
color del sueño y de los sueños.
Yo soy mujer de la pradera”.

Subí a la montaña profunda,
ahora negra como Medea,
sin tajada de resplandores,
como una gruta vaga y cierta.

Ellas no estaban en las ramas,
ellas no abrían en las piedras
y las corté del aire dulce,
tijereteándolo ligera.

Me las corté como si fuese
la cortadora que está ciega.
Corté de un aire y de otro aire,
tom

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